Batalla cultural y agenda pública
Sobre la política como administración de conflictos y la lucha cultural por la imposición de la agenda pública, que es la agenda del poder
Comienza un año nuevo para el Instituto, uno especialmente decisivo, y si no leyeron este último artículo de
(“Milei y la socialización del conflicto”), les sugiero que lo hagan antes o después de terminar este. Hay mucho para decir al respecto pero quiero empezar rescatando la que quizá sea su idea central. La actividad política siempre supone asumir una perspectiva, y hacer un “recorte”, sobre los conflictos sociales preexistentes, otorgando especial relevancia a unos en desmedro de otros. Esto tiene premisas implícitas que resulta útil explicitar: la realidad social es esencialmente conflictiva y la política tiene que ver, es cierto, con la tentativa de resolver algunos conflictos. Pero la actividad política también implica, mucho más aún, administrar la conflictividad misma, en tanto y en cuanto ella misma se nutre conflictos previos para articularse a sí misma. ¿Cómo lo hace? Marcando una línea divisoria entre amigos y enemigos. Es decir, apoyándose en la conflictividad social que toma como antecedente inmediato, introduce un conflicto de otro orden: el antagonismo propiamente político. Este “antagonismo propiamente político” opera subsumiendo aquellos conflictos preexistentes dentro de un “conflicto de conflictos”, que se reclama de mayor importancia por ser condición de posibilidad de superación de los últimos: un medio para un fin. Es decir, el antagonismo político tiene un valor sintético y representativo respecto de los muchos conflictos que apunta a solucionar. De ellos obtiene su fuerza y legitimidad. Pero no hay que perder de vista que por esta misma operación, al mismo tiempo, el antagonismo político implica un desplazamiento en cuanto a la importancia y centralidad de los conflictos mismos que le sirven como razón de ser. Ahora ellos quedan sujetos a la primacía de lo político y sus prioridades específicas en la lucha por conservar e incrementar el poder del partido o movimiento del caso. Poder que se reclamará necesario alcanzar para solucionar en forma efectiva los conflictos aludidos. Pero, por supuesto, el desplazamiento será mucho más fuerte respecto de aquellos otros conflictos que se consideran secundarios o de los que ni siquiera son considerados políticamente relevantes.Esta forma de abordaje arroja una mirada pragmática y realista de lo político. Al mismo tiempo, permite comprender que la mejor fuerza política es la que busca solucionar y dejar atrás los conflictos que le dieron origen. Es decir, una que se subordina a cumplir con los objetivos que permiten pacificar, mejorar la vida y la calidad humana de la propia comunidad y no intenta, por el contrario, alimentarse de los conflictos y problemas existentes solo para perpetuarse ella misma como una clase dirigente profesional, escindida del pueblo. Muchas identidades políticas, especialmente la izquierda revolucionaria, se estructuran precisamente en torno al agravamiento de los conflictos (la famosa “agudización de las contradicciones”). Esto es entendible dado que, muchas veces, mejorar la vida de los trabajadores los dejaría simplemente “fuera de juego” en tanto revolucionarios profesionales. Por eso en lugar de resolver o paliar conflictos siempre se proponen extremarlos.
Para profundizar un poco, y avanzar sobre mi interpretación, todo esto está muy vinculado al “control del balón” político. ¿Control de qué? De lo que se llama, comúnmente hablando, "la agenda pública". Para comprenderlo es preciso aceptar la primacía de la "batalla cultural" (que es eminentemente política, como intentaremos demostrar) y no ser presa del reduccionismo materialista que reduce todo antagonismo político a variables económicas. Como decía Spengler, la economía es parte de la cultura y, dicho más claramente, es parte de una determinada forma de hacer política que construye sus datos y su visión económica en función sus propios objetivos (los que pueden, a su vez, coincidir o no con la voluntad o las aspiraciones de los gobernados). Esto puede graficarse por algo obvio: lo que un bando considera un “avance”, no lo será para el otro. A causa de ello, no existirá jamás un lenguaje político común, “para todos”.
El artículo comentado tiene otra virtud a destacar, que es la noción central del liderazgo político en la organización de la masa alrededor de un determinado "programa" o guía de ruta de carácter vertebrador. Es la conducción estratégica de un movimiento político la que en función de ciertas definiciones organiza el campo semántico propio: lo que se considera importante, los valores en los que se apoya la organización, y lo hace en referencia a un “otro” al que combate. En otras palabras, la conducción es la que organiza el campo cognitivo a través de la división amigo/enemigo e intenta instalar en la agenda pública su propio "mapeo" de la realidad: sus términos, sus horizontes de expectativas, sus explicaciones, su marco teórico, sus referencias culturales y estéticas, etc. Al hacerlo lucha por presentar sus objetivos más inmediatos como temas de interés e importancia general para la sociedad, de modo que ni siquiera sus enemigos puedan evitar pronunciarse. Es una batalla por la atención: tanto por atraerla como por orientarla en el sentido y las acciones que el poder reclama necesario.
Hace unos años, en pleno auge del feminismo, escribí que la agenda pública es la agenda del poder. Nada nuevo, pero lo hice en la creencia de que, cuando un tema se impone en la agenda pública, nadie puede simplemente hacerse el distraído. Obviarlo, en efecto, es solamente otra forma de abordarlo. ¿Por qué? Sencillamente porque los temas que se suceden en discusión se imponen y por lo general el responsable es “el poder”. Pero, ¿quién o qué es el poder? Depende de cada momento, porque el poder es una relación y no una cosa. Pero podríamos convenir que, el que impone la agenda pública es el que a cada momento tiene al menos relativamente más poder para hacerlo, pero también el que más logra seducir y conquistar la atención y el interés de los gobernados. En ese sentido, es dinámico antes que estático y está siempre mediado por el reconocimiento de los gobernados. Hasta el año pasado la casta que nos gobernaba determinaba que “la agenda pública” coincidía con las “problemáticas globales” puestas de relieve por los organismos internacionales, la socialdemocracia europea y el Partido Demócrata yanqui. Nunca mejor graficado estuvo aquello sino en el triunviro plandémico de Alberto Fernández, Larreta y Kicillof, que se limitaba a aplicar las “recomendaciones” de los infectólogos globalistas adictos a la OMS y sus vías de financiación. Sin embargo, ese punto máximo de coincidencia entre la clase política demostró que, lo que en un determinado momento exige el poder a través de la agenda pública no siempre “mapea” correctamente con la voluntad de los afectados por ella. De hecho, una forma simple de verificar quién tiene el poder es observar quién se hace obedecer. Porque si alguien no puede hacerse obedecer, o no tiene el poder o al menos comienza a perderlo. De modo que podemos reconocer también que hay lugar para la resistencia y el desplazamiento semántico cuando la agenda pública impuesta se presenta en contradicción flagrante con las aspiraciones de los gobernados, especialmente de las que podríamos considerar sus aspiraciones mínimas. Volviendo al ejemplo, cuando lo más elemental se vio puesto en duda y burlado: la posibilidad de trabajar, de velar a los propios muertos, de tomar sol, y cualquier hijo de vecino pasó a ser parte de una conspiración internacional de la ultraderecha porque no quería que sus hijos sean vacunados con un sebo experimental, entonces se hizo necesario el cambio para una gran parte de los argentinos.
Pero todo hubiera terminado en una mera desobediencia civil, valiente pero invisibilizada y segregada, si alguien no hubiera organizado la inquietud para conducirla a una victoria política. Con esto queremos señalar que no da lo mismo quien detenta el poder formalmente hablando, delirio autonomista propio de intelectuales excesivamente culturalistas, ácratas y/o depresivos. La formulación más explícita de esta religión la recordarán los viejos en boca del autor anarco-marxista John Holloway, que sedujo a gran parte de la juventud de los 2000 con la consigna de “cambiar el mundo sin tomar el poder”.
Lo que demostró Milei y tantos otros que libraron la gran batalla político-cultural de la última década es que no hay batalla cultural al margen de la batalla política, sino que la lucha política es una batalla cultural por dominar el ritmo y las temáticas de la agenda pública a través de relaciones de subordinación de tipo voluntario, que ordenando el aparato de Estado y apelando a la voluntad popular, conducen a objetivos determinados por su Líder. Y del mismo modo que en un partido de fútbol o en una guerra, el “clima psicológico” de cada momento de la pugna influye y condiciona la capacidad de respuesta de cada uno de los involucrados. Crear un “clima” favorable a uno es parte del camino que conduce a la victoria. Y dominar la agenda pública es garantizarse un “clima político” favorable. Lo que no quiere decir que se trate lisa y llanamente de una manipulación sin contacto con la realidad, sino que en la creación de un clima determinado está también la garantía de que ciertos objetivos concretos y vitales sean considerados deseables o alcanzables por los gobernados. Las realizaciones por su parte refuerzan y sostienen el prestigio, diríamos, de la agenda del poder, de la política, porque se presentan como casos a favor suyo. Y el clima de la agenda pública reinante alienta a su vez a nuevas realizaciones. Pero, más fundamentalmente, la capacidad de gobernar bien implica que el espíritu y las temáticas de la agenda pública garanticen la buena disposición de los gobernados a reconocer y obedecer al soberano. Hasta tal punto este es un atributo esencial del poder que, si no está presente, no podemos advertirlo. ¿En qué sentido podría ser poderoso o soberano el que no puede hacerse respetar y obedecer? En todo caso, no lo será políticamente hablando. Pues para tal fin, es menester que el o los que lideren el movimiento político más poderoso del momento, en forma visible y transparente, indiquen el camino a seguir, y cumpliendo sus propios objetivos demuestren que efectivamente existe la intención de alcanzar lo declamado y de validar la confianza depositada en ellos. Nadie gana el partido si no hace goles, pero también sirve jugar bien y destacarse en el manejo del balón antes de haber hecho un gol, porque eso da confianza al propio equipo y le permite incluso reponerse de ocasionales situaciones adversas. También porque inquieta al adversario, que empieza a desarticular su esquema de juego en función del dominio de la pelota y la estrategia y situación dominantes en el partido.
Siguiendo esta metáfora, tener el poder formal del Poder Ejecutivo en Argentina equivale a jugar de local con un réferi favorable, pudiendo armar con los recursos del club más rico del país un virtual seleccionado nacional. La oposición, por mejor estado en el que esté, debe jugar solamente con jugadores veteranos o bien formados en sus inferiores. Eso no garantiza la victoria, pero otorga casi todas las herramientas necesarias para vencer si uno tiene la voluntad y sabe cómo hacerlo. Inclina la cancha para que uno marque el ritmo de los acontecimientos (=domine la agenda pública) si no es un incapaz o un corrupto. Por ejemplo, hasta antes del triunfo de Milei, todos los que defendíamos alguna idea conservadora, nacionalista, libertaria o derechista jugábamos en el equipo amateur, de visitante: y aún así teníamos que tensionar y rebelarnos contra la semántica del mapeo cognitivo enemigo. Ellos dominaban el timing del juego, avanzando en todos los frentes con ideas de lo más descabelladas (a nuestros ojos), que eran motivo de comentario indignado y depresivo por parte de muchos de los nuestros, que se resignaban a recibir los golpes pasivamente. Hoy este escenario se invirtió y no hace falta entrar en detalles para explicarlo.
Lo que sí vale la pena comentar es la actitud aniñada de los que sin poder ser caciques de este proceso se niegan a formar parte en las filas de la lucha, abrazados a identidades políticas testimoniales. Ya hablamos de la actitud detrás de esto y no ahondaremos de vuelta. Pero lo importante para el caso es que solo dentro de la lucha política es posible lograr cambios culturales que tengan alguna influencia decisiva en el juego histórico que nos toca. Porque la lucha política/cultural, cuya expresión climatológica es la pregnancia de la “agenda pública” en boga, establece el marco de toda discusión posible y prefigura toda acción posible también. Si, en lugar de aceptar esto como un hecho y plantear los temas que a uno le interesan en el marco de la semántica política actual, abriendo así cada vez con más fuerza la famosa “ventana de Overton”, nos dedicamos a explicar por qué Milei no representa una opción pura para un nacionalista, un conservador o un liberal-libertario puro, entonces simplemente estamos tomando una actitud religiosa, donde la veneración por una serie de conceptos de orden trascendente rigen nuestro destino como los astros a las mujeres. Pero en lugar de la astrología política, según la cual nos cabe otra vida de penitencia, o incluso sucesivas reencarnaciones, hasta ser dignos de un líder más puro, en las trincheras del Instituto Trasímaco llamamos a la participación activa en la contienda de los siglos en que nos hallamos inmersos. Los clásicos no entendían otra cosa por virtud, sino la búsqueda de la excelencia en la práctica específicamente humana, la acción política y social, no desde una teoría inscrita en los cielos sino desde la prudencia del que sabe cómo interpretar el contexto en que se halla para hacer lo que debe, en función de su propia forma de ser y del lugar que ocupa. Teniendo esto en cuenta, ¿quién puede decir que en el contexto depresivo de la debacle pandémica no fue Javier Milei el más virtuoso de los argentinos? ¿Quién puede decir que el poder no fue el premio máximo a la fuerza y tenacidad con que encaró una lucha que parecía imposible?
Si antes padecimos todos juntos el yugo liberal-progresista bajo el mantra de que por fuera del “consenso democrático del 83” estaba solamente “la ultraderecha”, término para el cual nuestras diferencias ideológicas no tenían ningún valor constitutivo, ¿cómo hoy nos vamos a dividir y oponer entre nosotros por vanidades de tercer o cuarto orden cuando el enemigo sigue ahí enfrente esperando su turno para devolvernos al basurero de la historia? ¡Es el enemigo el que nos dio la vara de nuestra unidad! Y el líder natural de este espacio, sin contornos ideológicos definidos más que por una coincidencia histórica y política puntual de oposición al progre-peronismo, es Javier Milei. ¿Vamos a pelear codo a codo todos juntos? ¿o cada uno volverá a su secta para rumiar las utopías frustradas de siempre? Ser el soldado japonés, que libra fielmente una guerra que no sabe perdida, es tan honorable como absurdo desde el punto de vista práctico. Pero separar expresamente la recompensa moral de la búsqueda de efectividad histórica ya entra en el terreno de las creencias religiosas y/o los problemas psicológicos. El mero convencimiento de estar en posesión de una pureza y una virtud inverificable a ojos del resto de los mortales no estaría entonces reservando un lugar entre los dioses, como al heroico japonés, sino entre los idiotas que se sustraen voluntariamente a la historia. Pero nos guste o no somos animales políticos y tenemos un destino común. Estemos a su altura.