El momento globalista y la Nueva Derecha
¿Cuál es la contradicción principal de nuestro momento histórico? ¿Qué es lo que implica la agenda de las élites? ¿Qué hacer ante la crisis política occidental y el surgimiento de la Nueva Derecha?
El momento globalista
No escapa prácticamente a ningún observador el hecho de que vivimos en un contexto de recambio de hegemonía a nivel global, marcado fuertemente por el ascenso de las potencias no-occidentales, hoy agrupadas en torno a los BRICS y representadas discursivamente hablando por la multipolaridad como alternativa al globalismo, propuesto desde los centros financieros y políticos anglo-europeos.
Este enfrentamiento supone y es consecuencia de la crisis del proyecto original de la globalización, que se preveía medianamente inercial (recordemos la proclama del “fin de la historia”) y reafirmado acaso por ocasionales intervenciones militares del Imperio estadounidense, incontestado por entonces en el plano ideológico, tanto como en el militar y el político. La novedad de lo que hoy conocemos por "globalismo" respecto del primer momento de la globalización está bastante clara: justifica su necesidad recurriendo a aparentes motivos de fuerza mayor que obligan moralmente a someterse a un marco político-económico de “gobernanza” común a escala mundial que va mucho más allá de la tradicional defensa de las instituciones democráticas, el libre comercio internacional y las libertades civiles. Digamos más, el globalismo ve con buenos ojos el recurso a la limitación de las libertades civiles y de comercio, incluso al cercenamiento de la democracia, dada la agresividad con la que persigue sus objetivos en todos los frentes.
La crisis de la fugaz hegemonía global estadounidense de los años 90’ y los 2000’, previsiblemente condujo a una crisis interna en la élite, entre aquellos que propusieron acelerar y torcer por la fuerza el ritmo de un mundo crecientemente desoccidentalizado, gobernando a través del caos y el miedo, y aquellos otros, representados por la figura de Donald Trump, que aceptando dar un paso atrás, apuntaron a una reindustrialización y a una competencia comercial antes que predominantemente ideológica, política y militar con las potencias ascendentes (recuérdese que Trump no inició ninguna guerra a excepción de la así llamada “guerra comercial” con China).
En contraste con otros momentos de la política estadounidense, en este caso, las diferencias entre la política exterior de unos y de otros no es un problema de acentuación, digamos, no es meramente táctica, sino que la diferencia parece ser de fondo, es decir, estratégica. Esto parece evidenciarse por el hecho de que la “democracia” modelo del mundo, los EEUU, comenzó desde entonces a mostrar irregularidades y una tensión social y política propia de un país tercermundista. A modo de ejemplo podemos recordar: la censura de un presidente en ejercicio por parte de una red social (Twitter), la censura masiva de toda expresión política Republicana, trumpista y nacionalista, el fraude electoral con participación mediática y judicial en favor de los Demócratas, la agresividad de las minorías étnicas y sexuales copando el establishment y las grandes corporaciones y, finalmente, los recientes intentos de proscripción judicial de Donald Trump. Todo esto en medio de la guerra en Ucrania que tensó las relaciones con habituales aliados de los EEUU (Hungría, Arabia Saudita, Turquía, Israel) que comenzaron a tomar distancia para acercarse o terciar con China y Rusia. Incluso la más reciente campaña internacional contra la reforma judicial de “Bibi” Netanyahu en Israel y sus políticas demuestra que la conocida tensión entre las terminales de New York y Tel Aviv se encuentra en un punto caliente, quizá en uno de no retorno. El mundo occidental parece partido en dos.
Todo esto podría explicarse por el tempo vertiginoso y violento con que el bando globalista está imponiendo lineamientos políticos y civilizatorios cada vez más extraños a los pueblos, y con el hecho de que no parece admitir la posibilidad de alternarse en el poder con sus adversarios (violando así el clásico tópico republicano-liberal de la “alternancia” en el poder, las elecciones libres y limpias, la libertad de opinión, etc., como indicadores de civilización). Pero esto no ha de extrañarnos, pues los objetivos y el plazo propuesto por el globalismo se encuentran formalizados más o menos explícitamente en torno a la así llamada Agenda 2030, presentada en las Naciones Unidas en 2015, pero en cuya implementación y promoción forman parte una red de organismos internacionales y think tanks como el Foro Económico Mundial, el Banco Mundial, la OMS, la Open Society, etc. A pesar de esta formalización, podemos también considerar al gobierno de Barack Obama como un primer gobierno de transición hacia el globalismo, si no al primer gobierno globalista, en tanto puso en marcha esta agenda en la política exterior de los EE.UU.
Pero está claro que, hacia el fin del interregno de Trump, el primer paso fuerte o ensayo general de esta agenda globalista fueron las cuarentenas, la imposición de la vacunación obligatoria y los pases sanitarios que, a la sazón, sirvieron para desestabilizar los éxitos económicos del gobierno de Donald Trump y, además, hacer un gigantesco negocio, acompañado de ingeniería social y experimentación de políticas de shock y miedo en la población a escala mundial. Al mismo tiempo, por otro andarivel, pero íntimamente conectadas, las políticas de género y el discurso del cambio climático, tienden también al mismo objetivo, vistas desde un plano más amplio. Se trata de políticas de ajuste mucho más efectivas que las tradicionales recetas liberales de ajuste fiscal en tanto no se presentan como medidas económicas destinadas a garantizar el balance en las cuentas públicas de Estados morosos, sino que, enmascaradas de problemáticas de salud, de solidaridad internacional, de ‘diversidad’ cultural o de emergencia ecológica, cumplen con la función de transformar por la fuerza la matriz productiva y cultural de los países que las adoptan en el sentido de volverlos completamente débiles, estériles y dependientes (en tanto estas medidas implican el control de la movilidad de personas, bienes y servicios, achican la economía en materia de recursos energéticos, producción de alimentos y potencia demográfica, imponen una cultura ajena a la reproducción de los valores familiares y, por tanto, a la reproducción de la vida humana, etc.).
El enfrentamiento fratricida entre ambos bandos de la élite, entonces, debe entenderse como la expresión política de una nueva forma de “lucha de clases” impuesta desde arriba, que es al mismo tiempo una guerra mundial contra el globalismo, librada al interior de cada país implicando un nuevo reparto del mundo en ciernes. Aunque en ella no se dirime meramente la primacía de un modelo político-ideológico o de una clase económica por sobre otra (como durante la Guerra Fría), sino hasta dónde llegará la lucha por el control de los medios de vida de los pueblos, que pretende serles arrebatado, incluso en los estratos más inmediatos: los biológicos, culturales y demográficos. Lo paradójico para el panorama político-ideológico occidental, respecto de las inercias del siglo XX, es que en este caso “la izquierda” representa al establishment, a la cultura y la agenda promovida por la oligarquía y la mayor parte del poder económico, desde todos los grandes portavoces del mundo financiero, mediático y político-institucional; y la “derecha”, por el contrario, es el espacio de todos los que no caben en esos planes, lo que incluye a una porción de grandes capitalistas e incluso antiguos miembros de la élite, pero mayoritariamente representa a pequeños productores, trabajadores y al pueblo profundo, de tierra adentro, de las periferias, que todavía conserva algún sentido de arraigo. Es decir, ahora, “la derecha”, con sus contradicciones y tensiones internas representa un espacio que aún se hace algún eco de las demandas del pueblo, es el espacio de los que aún se resisten y luchan contra la agenda delirante de las oligarquías financieras y los grandes centros urbanos iluministas: “la derecha”, y no la izquierda, es hoy el espacio de los de abajo.
No lo decimos nosotros, no se trata de una posición ideológica nuestra, que hayamos tomado a voluntad. Siempre promovimos pensar fuera de estas categorías y en función del interés nacional. Pero hay que tener en cuenta que se trata de la ideología de la época, de la forma en que se presentan y se ordenan los hechos y las contradicciones actuales, política y discursivamente hablando desde el poder. Uno podría luego señalar lo que éstas categorías encubren o dejan de lado, hasta donde falsean este o aquel fenómeno en particular, pero nunca es posible dejar de considerar el estado de interpretado del que partimos al estar inmersos en este momento histórico nosotros también. Sin reconocerlo quedamos inmediatamente inermes y superados por él. Y, además, tratándose de una crisis, de una división en las filas de una élite que hasta ayer actuaba abroquelada, ¿no sería estúpido pasarlo por alto?
Lo natural en el hombre: bajo amenaza
Lo que diferencia al hombre de los animales, es decir, la actividad específica de la vida histórica humana consiste en la producción de los propios medios de vida y en el alto grado de libertad, plasticidad y adaptabilidad que de ello se sigue para la especie. Pero no hay que perder de vista, a su vez, que la mentalidad técnica de esta actividad (auto)productiva depende siempre de unas condiciones materiales fundacionales, que la hacen posible: la multiplicación de la población y alguna forma de trato social establecida previamente entre los individuos. Sin ello, no habría lugar para la manifestación de esta potencialidad específicamente humana.
La participación activa en la historia supone pues la existencia de una población que para multiplicarse no encuentre mayores limitantes internos, por conflictos entre sus miembros o falta de organización, ni externos, de recursos, territorio o amenaza de otros grupos humanos. Insistimos, antes de la cuestión del mejor ordenamiento político o económico para la actividad práctica y productiva de los hombres que viven en comunidad debe darse por supuestas no sólo lógica, sino también realmente hablando la existencia de una población y de unas relaciones de balance positivo de sus miembros entre sí y de estos con su entorno. Ese trato social vincula la naturaleza circundante con la población del caso y podemos decir que refiere, como unidad conceptual, a la nación, no ya en el sentido político y moderno, institucional, del término, sino en el etimológico y étnico-antropológico del mismo. Es decir, a la nación en tanto denota un cierto elemento natural, instintivo en el sentido más primigenio del término y que se vincula a la fertilidad bio-cultural de un clan, de un linaje, de una estirpe, de un agrupamiento de familias hermanadas por una herencia común que dadas una serie de circunstancias puede crecer y empezar a hacer historia, políticamente hablando, es decir, tener una vida productiva y espiritual que manifieste propiamente su humanidad hasta entonces latente.
Todo lo que hace a los distintos modos de producción, tipos de propiedad, etc., bajo los cuales los distintos tipos de comunidad humana se han venido organizando supone siempre la existencia de este elemento, al cual sucesivamente transforma a la par de su devenir como formación histórica compleja. Pero por primera vez en toda la historia, quizá, estamos ante la tentativa, por parte de una formación política e histórica determinada que sin mediación de una catástrofe o una revolución productiva pretende exprofeso prescindir del sustrato humano que la sustenta y/o de reemplazarlo por otro. Quizá, para evitar la previsible rotación de élites que siempre acecha en momentos de crisis, nuestra élite pretende adelantarse a los hechos imponiendo una rotación de poblaciones huéspedes mediante una serie de crisis fabricadas que lo justifique.
Capitalismo y nación
Atendiendo a la configuración institucional de las naciones políticas modernas, podemos repasar breve y sintéticamente cómo se vinculó el modo de producción con las aspiraciones de las clases dominantes a lo largo de su desarrollo. El capitalismo tal como se impuso en los albores de la revolución industrial, pese a que demandó en muchos casos la conformación de uniones aduaneras y de Estados-nación, en los hechos afectó e, incluso, alienó a la mayoría de la población huésped su potencialidad humana, entendiendo por ello su vida y su actividad histórica, política y cultural. Pero, al mismo tiempo, es importante reconocer que garantizó a las naciones, por medio del trabajo asalariado, la reproducción de su prole, siendo la población un factor económico reconocido incluso desde el punto de vista de la naciente economía política. Por definición, entonces, la clase trabajadora, la mayoría de la nación, era reducida al aspecto puramente animal de reproducirse para proveer de fuerza de trabajo a la clase dominante. Es decir que, mientras se alienaban la mayor parte de las capacidades y potencialidades históricas, políticas y culturales, de la nación a la reproducción del Capital, al menos se preservaban las condiciones mínimas para la perpetuación de la nación, antropológicamente hablando. Sin embargo, no hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que este hecho atentaba contra la viabilidad política del conjunto y, sin embargo, no había un interés de la élite por considerar la vida de los explotados fuera del trabajo, y cuando lo hubo, tardíamente, fue pura y exclusivamente para mejorar el rendimiento laboral y evitar problemas públicos como las epidemias (educación universal, higienismo, etc.), todo lo cual sin dudas significó un progreso. Pero, con todo, la élite, sin embargo, estaba más ocupada en abrir mercados y expandirse (colonialismo), antes que en dirigir o inmiscuirse por la positiva en la vida de los trabajadores.
En un segundo momento, el impulso inicial del capitalismo entró en zona de crisis y de profundas turbulencias que lo llevaron a reconfigurarse. Una serie de fricciones entre las clases dirigentes de distintas naciones, pero especialmente la aparición de revoluciones nacionalistas y socialistas pusieron contra las cuerdas a la élite capitalista occidental, desembocando en dos guerras mundiales. A raíz de ello, el poder aceptó conducirse dentro de márgenes de racionalidad para los cuales el buen negocio privado no destruiría las bases de la convivencia de la nación política como tal, sino que la explotación de la clase trabajadora ahora incluso ofrecería algunas contraprestaciones constantes y sonantes. De tal modo, la economía de guerra, de reconstrucción y, especialmente, la guerra fría moderaron el ansia de lucro con ensayos de conducción política del proceso económico, otorgando mejoras en las condiciones de vida para las masas, que empezaron a “cotizar” primero como soldados, luego consumidores (Estado de bienestar).
En tercer lugar, incluso la financiarización del capitalismo con epicentro en los años 80s y 90s todavía se nutría con agrado de la sangre del huésped occidental, exhibiéndolo como ejemplo vencedor de la racionalidad y de la libertad frente al desastre económico-social del comunismo. Luego imprimiría un fuerte golpe de timón alejándose de esta dirección pero, en su pico triunfal, el modo financiero de dominio del mundo se presentaba bajo el disfraz del goce conquistador del mundo europeo-occidental estadounidense y su forma de vida todavía tenía un componente de apelación a una instancia nacional, aún si más no fuera imaginaria o “televisada”. Aunque el destino manifiesto de esa nación fuera la libertad de disfrutar de bienes de consumo todavía esto aparecía como la bandera de lucha de un pueblo aguerrido. En ese “orgullo” estaba supuesto que el capitalismo liberal era la mejor forma de que el hombre accediera a su verdadera humanidad, “la libertad” y el poder de compra como espada de su voluntad de poder ilimitados, siendo el pueblo estadounidense el ejemplo de que es posible realizarlo.
Lo que queremos poner de manifiesto con este recorrido es que en ninguna de estas grandes tres etapas del capitalismo fue parte constitutiva la tendencia a inhibir directamente la potencia instintiva, el sustrato natural de la vida de una nación, tal como lo es en la etapa terminal del capitalismo en que nos encontramos ahora: la globalista. ¿Qué cambia con el globalismo? Que las naciones en su estrato fundamental, antropológico y étnico, empiezan a estorbar en forma creciente el proceso de espiralización del lucro y de dominación global con el que fantasea la élite, que ahora sabemos muy bien que no tiene nada que ver con las virtudes y los valores fundamentales de los estadounidenses, que se hallan hoy en pie de guerra detrás de Trump. Resulta increíble, pero parece ser que esta casta de parásitos sociales encumbrados en el tope de la pirámide del poder busca eliminar a los huéspedes que los alimentan, real y planificadamente. La cuestión del transhumanismo y de la ingeniería social no tienen nada de ciencia ficción, sino que consisten en esta decisión de no sólo abortar la vida histórica, política y cultural, de los pueblos, sino de eliminar su sustrato y condición de posibilidad mismos, su vida vegetativa, el hecho de ser nación antropológicamente hablando que, como dijimos, consiste en la capacidad de multiplicación de una población vinculada por alguna forma de trato o vínculo común de los hombres con el medio natural y entre sí. ¿Por qué? Si hay nación antropológicamente hablando, puede en algún momento haber una nación políticamente hablando, es decir, una participación efectiva de ese pueblo en la historia, con un destino político y cultural propio, acorde a sus potencialidades. Pero si se elimina la nación antropológicamente hablando, si de un día para el otro la población italiana, por caso, es reemplazada por olas migratorias y caída en la tasa de natalidad, por población de otras partes del mundo, esto significa que la posibilidad de una nación italiana en el sentido político e histórico del término se verá eliminada para siempre. ¿Significa esto que una nueva población no podría conformar una nación en ese territorio? No. Pero significa que no será la misma y que no llegará a ser tampoco inmediatamente. Más aún, considerando que las oleadas migratorias actuales, completamente motivadas por traficantes espurios instigados por las élites occidentales, provienen de pueblos de lo más variados, tampoco habrá siquiera una identidad trasplantada que gradualmente tome perfil propio en el nuevo territorio, sino que será un melting pot, un “crisol de razas” que no coagulará jamás en el corto y mediano plazo en ninguna clase de proyecto común, sino que además de desplazar y violentar a la población nativa, que se verá llamada a reaccionar, aumentará el conflicto y la inestabilidad política. Se trata de la profecía autocumplida de una nueva “multitud” (Negri), siempre lo suficientemente atomizada, siempre en tensión y con un trato y un vínculo lo suficientemente distante y sin historia común como para que nunca se constituya una nación política, sino, en el mejor de los casos, fragmentos de muchas de ellas en pugna. El multiculturalismo conduce a la balcanización y a las guerras étnicas y religiosas.
Es decir, lo que la élite globalista está amenazado dominar hoy día, en su paso más audaz jamás dado, es la vida de los pueblos, de las naciones, desde sus fundamentos más basales, es decir, desde sus condiciones y medios de vida inmediatos: vienen por nuestros hijos y nuestra tierra para hacerlos imposibles e inviables y reemplazarlos con un haz de poblaciones pauperizadas que no provienen ni tienen el sentido de habitar un mismo territorio ni comparten un vínculo o trato mutuo con él, ni entre ellos mismos. Por eso se lo ha llamado “el gran reemplazo”, aunque bien podría llamarse lisa y llanamente genocidio de los pueblos eurodescendientes y censura de todo su legado histórico, de modo que nunca más puedan resurgir los principios de racionalidad y organización política (el vasto legado greco-romano-germánico del Imperium y la memoria de las revoluciones nacionales y sociales) para los cuales resulta obvio que el bien común entre hermanos de sangre esté por encima del oro.
Consideraciones tácticas: ¿qué hacer?
La respuesta natural, en el sentido de espontánea, por parte de los pueblos viene siendo la de responder respaldando a las fuerzas políticas que dicen representar la defensa de esos intereses inmediatos que se encuentran bajo amenaza directa y que hacen a sus condiciones de existencia: a la “derecha” tal como se presenta en cada país. Lo que no significa que dichas fuerzas políticas lo hagan cabalmente en todos los casos o en todos los puntos, en tanto y en cuanto representan un emergente político sistémico, es decir, una parte de la clase dominante de cada país en tiempos de un relativo “olvido de la soberanía”, pero cuyos intereses o proyectos de cara al futuro chocan con aquellos que resultan hoy hegemónicos. Sin embargo, aunque estos emergentes políticos representan en la mayoría de los casos la tentativa de restaurar momentos anteriores del capitalismo liberal, la amenaza principal, directa y existencial, que enfrentan hoy los pueblos no es el capitalismo como tal, ni siquiera el capitalismo financiero, sino éste en tanto y en cuanto impulsa la aplicación de la Agenda 2030 consistente en la imposición de la ideología de género, de las mentira del cambio climático, el indigenismo separatista, la inmigración masiva, las cuarentenas y pases sanitarios por motivos poco transparentes e incuestionables, el curso forzosos de moneda digital estatal y la censura a gran escala en redes sociales a todos los que se rebelen, bajo la acusación de ser terroristas domésticos, supremacistas blancos, negacionistas, antiderechos, nazis, fachos, locos y “terraplanistas políticos”: todas etiquetas que desde hace unos años caen crecientemente como condecoraciones sobre todas las personas de bien.
¿Cuál sería la posición más razonable en este momento por parte de todos los que acompañamos los procesos políticos que desafían el statu quo desde posiciones soberanistas, populistas, conservadoras y comunitaristas? ¿Vamos a mirar desde lejos la contradicción principal de nuestra época, en la creencia de que nada en el presente es lo suficientemente “puro” para nuestro paladar ideologizado mientras se debate la existencia de todo lo que consideramos valioso, y siendo que finalmente vienen por nosotros mismos? Dada la gravedad y el carácter vertiginoso del presente, creemos que lo más lógico sería saludar la vitalidad emergente de todas las fuerzas políticas de la “Nueva Derecha”, en tanto y en cuanto representen el rechazo de la Agenda 2030 en sus trazos centrales, punto en el que coincidimos. Pues incluso aunque no cumplan o no puedan cumplir sus promesas, representarán una ventana de oportunidad mayor para los pueblos y para los que luchan, pues su emergencia y popularidad expone la bancarrota del discurso globalista, al cual los pueblos ya se han vuelto alérgicos y reactivos y, al mismo tiempo, las limitaciones de un enfoque institucional legalista (es decir, liberal políticamente hablando) para lidiar con la magnitud del problema. Además, un margen de mayor libertad de opinión y de legitimación de puntos de vista censurados rehabilita a muchos que no teníamos voz o nos veíamos desacreditados por bienpensantes de todo color y tipo, que creyeron que los límites de lo posible eran los impuestos por el pensamiento único progresista. Nada más lejos de la realidad.
Esto, no implica perder de vista ni dejar de señalar que entre los representantes políticos y muchos de los financistas de la Nueva Derecha hay miembros que fueron condecorados por la élite, nostálgicos de las etapas anteriores del capitalismo, difícilmente restaurables, o empresas que preservan intereses pecuniarios que no resultan convergentes con los hoy hegemónicos, pero quizá tampoco con los intereses nacionales. No debemos hacernos ilusiones, pero partiendo de los hechos políticos mismos y enmarcados en el contexto del antagonismo particular, de tipo existencial, que enfrentamos hoy, lo más natural sería adoptar una estrategia de aproximación indirecta y gradual, la cual puede resumirse en una vieja consigna: golpear juntos, marchar separados. Preservando la independencia política e ideológica de cada cual, todos los que compartimos el enemigo deberíamos confluir en respaldo unánime y generoso a todas las acciones que hagan frente a la agenda globalista: incluso en las instancias que tengan un valor meramente simbólico o político institucional formal. A la hora de votar, por ejemplo, en lugar de replicar el impotente ninismo trotskista, llamando a rechazar la participación en elecciones, sería más inteligente por parte de los que se reclaman antisistema tomar como política votar siempre al candidato que más rechace la agenda 2030, la agenda enemiga, en cada instancia que se presente, como una forma de desafiar lo más posible el consenso político partidocrático y de correr el eje de la discusión lo más lejos que se pueda de los tópicos hegemónicos. Es algo que no compromete a nadie con las fuerzas del caso, pero que influye en el orden simbólico que enmarca todas las discusiones públicas. La lucha seguirá en cualquier caso, pero, en el mejor de ellos, una estrategia inteligente de este tipo permitiría que el timing de los golpes coordinados y el debate político-ideológico cruzado por la trama fáctica de los hechos políticos mismos influyan sobre el curso de los hechos y la ideología de los participantes, sin descartar que en algún momento la amistad política y el enemigo común, desesperado y desmedido en sus afanes, nos empujen a los que provenimos de familias de pensamiento distintas, e incluso enfrentadas, a la emergencia un nuevo movimiento nacional que reclame para sí un lugar más digno en el mundo multipolar que se abre ante nuestros ojos.
Dos posdatas
Como en este artículo ensayamos un análisis mayormente descriptivo de la situación política reinante, en términos de una cierta pretensión de objetividad, no abundamos en profundizar la discusión político-ideológica propiamente dicha, en cuyo conceptuario hemos frecuentemente intervenido de forma crítica desde hace tiempo cada vez que tuvimos la oportunidad, ni en el escenario político local en específico. En torno a lo primero, prometemos explayarnos en futuros artículos. Para lo segundo, también consideramos pertinente referir a dos intervenciones ajenas:
1. Aunque ya nos hemos expresado en algunas ocasiones sobre la muerte del peronismo como movimiento nacional y, más aún, deseamos la derrota de su simulacro por haberse convertido hace años ya en el principal ariete del globalismo, recomendamos la lectura de las reflexiones de Carlos Mackevicius al respecto en su artículo de reciente publicación “Peronismo y democracia” (https://revistapaco.com/peronismo-y-democracia/).
2. Para ampliar en torno a la cuestión de la ideología de la Nueva Derecha, a mitad de camino entre conservadurismo y liberalismo, tema que no tocamos aquí por una cuestión de extensión, sugerimos leer esta interesante nota de Mario Accorsi, “¿Qué actitud debe tomar el conservadurismo frente a los libertarios? Una reflexión para el debate” (https://laresistenciaradio.com/que-actitud-debe-tomar-el-conservadurismo-frente-a-los-libertarios-una-reflexion-para-el-debate/).