El Renacimiento del Mito
A los que hacemos Instituto Trasímaco nos complace anunciar el inicio de la publicación en este sitio de la segunda edición, inédita hasta el momento, del libro Pampa y Estepa de Esteban Montenegro. La primera edición, que apareció en papel editada por Nomos en el 2020, fue intervenida y ampliada. En ese sentido, esta nueva edición imprime un cierto cambio de perspectiva y añade materiales complementarios para exponer la hipótesis del autor en un contexto diferente. Se irá publicando de a capítulos y no siempre respetando el orden de aparición. A medida que avancemos destinaremos al libro una sección específica en el sitio para facilitar su lectura, incorporando un índice de contenidos. Agradecemos al autor por confiar en nosotros para publicar su obra.
En paralelo, nos pidió que publiquemos también su segundo libro, una obra inédita, La libertad soberana, en la que se abre camino sin tanta referencia histórica de por medio, algo en lo que abunda la que aquí presentamos. En sus palabras: “Primero había que señalar caminos contradictorios con las creencias menguantes (confundiendo). Luego, sigue mostrar que la única forma de abrirse camino es perdiendo el que se creía tener: errando”.
El siglo veintiuno asistió en su segunda década a una creciente consolidación de la multipolaridad en las Relaciones Internacionales. Dentro del nuevo panorama del reparto de poder global, la creciente importancia económica de China se ha visto acompañada por la emergencia de Rusia en el teatro de operaciones bélico de Oriente Medio y Europa. Involucrándose en el conflicto sirio, dejó atrás la pasividad con que en un primer momento asistió a la presunta “guerra contra el terror” de los EE.UU. en sus sucesivas etapas (Afganistán, Irak, Libia). El cambio de posición se consolidó a raíz del golpe de Estado pro-occidental ocurrido en Ucrania en 2014, donde una curiosa entente de servicios de inteligencia europeos, liberales y nacionalistas tomó el poder y declaró a Rusia un enemigo nacional. La respuesta de Vladímir Putin a esta provocación, la recuperación de Crimea, propulsó su liderazgo entre la población rusa más allá de las fronteras políticas de su Estado.
Júzguese como se quiera estos hechos. Lo evidente es que nos demuestran que las fronteras políticas formales de un Estado autónomo rara vez responden a las verdaderas fronteras geopolíticas, que llegan tan lejos como llegue la unidad del pueblo en torno a su tradición y a la conciencia estratégica de sus dirigentes. En ese sentido, los países con una política exterior firme son aquellos que reafirman todo ello en un ejercicio permanente. Tal como pensaba Aristóteles, el carácter es fruto del ejercicio efectivo de virtudes o vicios. Rusia ha llegado a ser lo que es por la tenacidad con que asió su propio destino, del que son manifestación exterior sus signos de poder. En su base no hay otra cosa sino la fortaleza y la voluntad de su pueblo, cuya esencia se reafirma a través de los esfuerzos creadores de sus poetas, sus filósofos, sus místicos, sus deportistas y sus técnicos. En consonancia, Rusia no solo ha recuperado su influencia sobre todo el viejo espacio de influencia soviético, sino que incluso se proyecta como un fantasma detrás de todas las grandes crisis políticas occidentales. De ahí que la acusación recurrente de recibir financiamiento o apoyo logístico de “hackers rusos” recaiga sobre todas las fuerzas populistas de izquierda o derecha que se salgan del libreto del establishment. Que en los Estados Unidos se haya acusado a Putin de haber falseado los resultados de una elección presidencial, como ocurrió tras la victoria de Donald Trump en 2016, da cuenta de que el tigre de papel se siente amenazado. Se trata de un síntoma. En Occidente se agita entonces el regreso de la Guerra Fría y de las apetencias imperialistas rusas. Tanto por derecha como por izquierda, civilizados de todos los colores sienten el acecho de una nueva invasión barbárica, que cierra su puño sobre los derechos civiles y la tolerancia del individuo. Pero esto no es más que la siempre renovada propaganda liberal. Pese a lo que denota de cierto, nos indica que Rusia ha recuperado el halo de poder, misterio y sospecha que siempre acompaña su nombre. Y es el anuncio de que la Revolución rusa, 100 años después, no sólo viene de mucho más lejos sino que, además, recién comienza a mostrar su verdadero rostro. Por esto, poner en diálogo algunos hitos de la formación de la conciencia euroasiática rusa con la filosofía argentina puede arrojar luz sobre la pampa, si nos animamos a no descubrirla ajena.
El renacimiento del mito
“Rusia es algo más que una categoría geográfica o nacional; es el gran mito que ha fecundado el alma de los pueblos y la conciencia de cada hombre” (1).
Así saludaba Carlos Astrada la alborada de la Revolución rusa en sus años mozos, condenando el materialismo inglés de quienes viajaban a Rusia, como Bertrand Russell y H.G. Wells, a comprobar, cual observadores imparciales, si el mito se correspondía con la realidad, si en Rusia reinaba el bienestar, si la revuelta había arrojado beneficios para los hombres. Pero para Astrada “Rusia no es bienestar, sino tragedia y lucha heroica”, es la aventura de un ideal que marca una discontinuidad en la historia y, por tanto, “no se aviene con el putrefacto dogma del evolucionismo” ni con las aspiraciones hedonistas. Fue así que con asombro asistieron las almas bellas del socialismo europeo al hecho de que no existía ni rastro del “sufragio universal, del parlamento”, ni de toda la parafernalia institucional de “la superstición democrática”. En su lugar, dice Astrada, se encontraron con que impera “férrea y eficaz la dictadura de Lenin, del reformador inspirado, del místico del Kremlin” (2).
Al filósofo argentino no le preocupaba, en suma, ninguno de los indicadores formales con los que la civilización occidental moderna evalúa la corrección de un ideal político. Tampoco temblaba ante el “ateísmo” rojo ni ante la amenaza de la propiedad privada. Ni siquiera se detuvo a estudiar minuciosamente la ideología que profesaba el nuevo Estado soviético ni se preguntó por la adecuación de sus instituciones o la justicia de sus primeros actos de gobierno. Por el contrario, el cordobés vio como pocos el mito ruso en acción, el Imperio, fecundando la misión histórica de un nuevo tipo humano, y le dio la bienvenida, saturado de ímpetu báquico y ensoñaciones apolíneas. En el cierre de su canto encontramos una claridad apabullante, ajena al tono medido y pacato que caracteriza las opiniones de la filosofía profesional. Poseído de un extravagante fervor esotérico, pone el grito en el cielo con estas palabras:
“Rusia no es aquello que quieren que sea los creyentes en esa civilización material que entra por los ojos. Rusia, por el contrario, es un mito creador de Historia; es el mito que ha fecundado la conciencia del mundo, esa conciencia que yacía sepultada bajo los escombros de valores inhumanos. Desde ella nos llega como una resonancia de leyenda la voz de sus profetas máximos: Dostoievsky, Tolstoi, Gorki, Lenin, Lunatcharsky —voz que dice el evangelio eterno del Hombre.
El mito ha surgido y desde la estepa llega reconfortante un aura humanista que rejuvenece la vieja vida” (3).
La máscara que exterioriza la diferencia
El entusiasmo de Carlos Astrada no se detuvo ante nada, porque sabía que la pasión es la que mueve la historia y sacude las cristalizaciones quedas que asfixian la libertad creadora de los pueblos. Lo mismo opinaba el eurasista Lev Gumilev (4). Pero, hasta donde sabemos, los primeros eurasistas veían, en buena medida, al fenómeno desde fuera, y no interpelaban su pasión con la pasión. No encarnaban la dimensión del mito viviente, de lo sagrado, aunque bien pudieran ser representantes fieles de una tradición. Por esa razón, veían en lugar del mito desnudo un fenómeno doble y ambiguo que les generaba tanta simpatía como rechazo. Emigrados de su tierra, recibían los envíos telúricos de ésta, que con la fuerza del símbolo los perseguía y ataba al destino de su pueblo. Pero Astrada no hizo un análisis ni una descripción. Repitió, en cambio, el carácter religioso del bolchevismo que Lev Karsavin reconocía como una locura característica del pueblo ruso (5). Se dejó llevar por él, convencido como decía Sócrates en el Fedro de que “los más grandes entre los bienes nos llegan por intermedio de la locura, que se concede por un don divino” (6). Quizá sea por intermediación de ella que podemos atrevernos a decir que un argentino interpeló mejor la esencia de la Revolución rusa que los mismos rusos. Pero esto no es un capricho ni una fantochada nacionalista de nuestra parte. Responde a las consideraciones de los propios afectados. Según Berdiáev, otro eurasista, “en la cultura rusa siempre dominó, y todavía permanece, el elemento dionisiaco y extático. Cuando la revolución rusa se hallaba en su apogeo tuve ocasión de decirle a un polaco: «Dionisos ha pasado por la tierra rusa»” (7). Berdiáev solo lo había visto, no lo había encarnado. Ni siquiera parece saludarlo con vivo entusiasmo. En la pasión, el argentino parece haber ido más lejos que los nacional-bolcheviques alemanes o rusos y que los eurasistas mismos, todavía demasiado cuerdos, razón por la cual podemos reconocer en él al nacional-bolchevique más auténtico de todos, pues en el desborde de su pathos ya se pierden hasta los rastros del elemento nacional y del elemento bolchevique en una marea de un elemento difícil de reconocer bajo los parámetros de la filosofía política moderna. La naturaleza ama ocultarse. En este canto de Astrada se cifra un enigma no revelado que, aunque no se muestre, señala su proveniencia trascendente. Por eso todavía asistimos absortos a su entusiasmo que está lejos de ser mera retórica y que para develarse demanda una imitatio de igual porte sacro. En la repetición ritual del mito imperial ruso, la palabra poética del cordobés invita a los hombres a dejarse arrastrar por el maremoto de la “inquietud creadora”, inquietud de sangre y espíritu que, años después dirá, permitió a los rusos “decantar en sus propios vasos las esencias clásicas e imponerles el sello y estilo de una cultura original” (8).
Una vez reflejada en la palabra la dimensión mítica del acontecimiento creador, éste muestra que su unidad se sustrae al hombre profano, que se haya perdido en el análisis de la concreción objetiva del acontecimiento. Esta tarea, sin embargo, no deja de ser útil. El conocimiento filosófico-histórico serio arroja luz, aún, sobre importantes aspectos de la irrupción del mito. En especial, sobre la tensión fundamental que lo constituye. Detrás de los iniciados, arrebatados de ímpetu sobrehumano, vienen los pensadores de alcance ecuménico —contagiados por el Espíritu mismo— a intentar sacar a los hombres de la caverna donde todas las cosas parecen exteriores unas de otras. Tal fue la labor de Oswald Spengler cuando, en 1921, ofreció una conferencia ante un grupo de empresarios industriales alemanes titulada Las dos caras de Rusia (9). Contra lo que podría esperarse, este representante de los círculos de los jóvenes conservadores y amigo de la burguesía alemana manifestó que el fenómeno de la Revolución rusa albergó en su seno dos elementos contrapuestos, en guerra tanto como en unidad. Uno de estos fue el antiguo impulso instintivo, difuso inconsciente y subliminal, que está presente en el alma de cada ruso, independientemente de cuán occidentalizada pueda estar su vida consciente. Superpuesto a él se daba la orientación oficial de la política exterior rusa, prolongación de las pretensiones fundacionales de Pedro el Grande de estar a la altura de las grandes potencias europeas en términos de poder, ideas e imagen: el Imperium. Este aspecto exterior da cuenta de una admiración tanto como de una animadversión y una competencia con Europa, a los efectos de constituirse Rusia, también, como un Estado preeminente y civilizado.
Spengler advirtió no solo el alma rusa, sino también su impulso y propulsión histórica de gran estilo, su carácter imperial, que por momentos se quiso reflejada en Europa, partiendo de una imitación vulgar hasta llegar, revolución mediante, a exteriorizar su diferencia específica al margen de la pretensión de seguir las reglas del juego civilizado europeo. Esto es lo que Dugin llamó modernización sin occidentalización o modernización defensiva (10), fórmula adecuada para interpretar las formas institucionales e ideológicas con que Rusia y otros países comunistas, para realizarse, intentaron disputar su subordinación material y simbólica dentro de los estándares europeos. La paradoja es que, a medida que lo intentaban, afloraba una pobreza constitutiva que los alejaba de aquel anhelo. Fue justamente en esa pobreza de su repetición que Rusia se descubrió a sí misma. La modernización rusa no acontece sino como defecto y diferencia en relación a los parámetros occidentales. El fantasma de la barbarie que lo moderno llama a exorcizar retorna en cada intento de sacárselo de encima. Y, por el contrario, cuando Rusia intenta concentrarse en eso otro que retorna en todo proyecto desarrollista moderno en que se embarca, encuentra en sí misma una fortaleza interior indestructible y se desarrolla también tecnológicamente. Como dice Heidegger, con clara inspiración hegeliana: al comienzo, el Espíritu no está en casa, no está en la fuente (11). Algo similar ocurrió en China. Ambos constituyen, para nosotros, ejemplos de una revolución conservadora (12) a los que difícilmente se los pueda acusar de “reaccionarios” y que, a su modo, faltos de la precisión de que gustan los observadores valorativamente neutros, oficiaron una síntesis viviente de tradición y revolución que todavía está en marcha.
El Eurasismo como autoconciencia del pueblo ruso
Los primeros eurasistas rusos tuvieron una lectura similar a la de Spengler. En ellos, por otra parte, la Idea rusa alcanzó por primera vez su propia autoconciencia. En el exilio, abrumados por la nostalgia del origen y las luces agobiantes de las urbes europeas, estos pensadores e intelectuales tramaron la conciencia del pueblo eslavo para siempre. Para eso, fueron más allá del rechazo instintivo al mundo y las formas de vida occidentales que sostenían los eslavófilos del siglo XIX y le dieron palabra a la propia especificidad que los caracteriza. La dimensión de la tarea que estos hombres hicieron por su pueblo llega hasta nuestros días y entronca con el sentido mismo del fenómeno ruso tal como nos lo encontramos hoy. Según el testimonio de Aleksandr Dugin, los eurasistas “sentaron las bases” de la filosofía política rusa (13).
La pregunta fundamental que los guio es la misma con la que se abren los Cuadernos negros de Heidegger: ¿quiénes somos nosotros? (14) En el titánico intento de responder por el pueblo ruso, ellos identificaron: a) en primer lugar, un origen étnico múltiple, de fuerte impronta túrquica y mongoloide, unido al tronco indoeuropeo eslavo; b) en segundo lugar, una fuerte unidad y continuidad del territorio euroasiático en su totalidad, a un lado y a otro de los Urales, con extático corazón de estepa; c) en tercer lugar, la rehabilitación de Gengis Khan visto como encarnación de un principio dinámico, aristocrático y nómada, que configura una forma política propia, en contraposición al “servilismo sedentario”; d) en cuarto lugar, el principio espiritual del pueblo ruso fue identificado al sur, en Bizancio, con el credo ortodoxo que se sabe heredero del mundo clásico en vía directa, aspirando a devenir la Tercera Roma. Este credo se opone con un gesto de soberanía nacional al internacionalismo católico y muestra, por sus propias experiencias históricas, la posibilidad de convivir en un mismo gran espacio con el Islam, el Budismo y otras manifestaciones religiosas minoritarias.
De todo ello, los eurasistas llegaron a la conclusión de que Rusia no es un país, y ni siquiera un Estado, sino fundamentalmente un tipo histórico-cultural peculiar, una civilización que responde a una lógica distinta de la que sigue la Europa occidental moderna y que se sintetiza en la fórmula que Dostoievsky pone en boca de uno de los personajes de El idiota: “Quien ha renunciado a su tierra también ha renunciado a su Dios” (15).
El numen del paisaje: potencia y destino
"La religión de la tierra es también muy intensa en el pueblo ruso, es algo que se oculta en las profundidades del alma rusa. La tierra es vista como la última intercesora, y su categoría más importante es la maternidad” (16).
Si prestamos atención a cuanto hemos aludido, vemos que la gravitación telúrica del suelo es determinante para el alma del pueblo ruso. El modo de vida de los distintos pueblos esteparios, aunque de distinto origen étnico, es un diálogo en que la estepa, único interlocutor permanente del gran espacio euroasiático, toma las riendas. Por ello, el único centro del desplazamiento nomádico es la estepa misma, no como terruño delimitado del hogar (genius loci; домовoй; Heimat), sino como llanura infinita que se funde en el horizonte con el cielo y que, como recuerda Astrada, al decir de Rilke, “limita con Dios” (17). Esto es así porque la llanura es plana solo si se la considera en abstracto. Si se la ve desde la perspectiva situada del hombre, la tierra y el cielo se anudan en el horizonte, como los dos lados de una misma flecha.
No otro es el aspecto ontológico de la pampa, tal cual Astrada lo expone en El mito gaucho (18). Sobre su suelo el hombre es doblemente excéntrico. En virtud de su estructura ontológica, el hombre de la pampa, como cualquier otro, está arrojado en un mundo desde el que parte la pregunta por su propia existencia. Ahora bien, la peculiaridad del caso consiste en que en este paisaje histórico desde el que parte el argentino, su propio suelo, se pierde él mismo en el horizonte y en la lejanía. En esta dificultad para reintegrarse y hallar su centro, el hombre vaga expuesto a la inquisición de los elementos de la naturaleza, que imprimen en su ánimo el carácter melancólico y trágico que cantarán sus canciones. Como acabamos de decir, aquí el plano horizontal es tan infinito que se confunde con la verticalidad de la trascendencia, razón que, afirma Astrada, hace de la pampa la estructura ontológica del hombre argentino. Ella configura su temple anímico. Frente a ella, toda concreción, toda esencia, toda categoría parece inesencial, y el hombre no parece preocupado por crearlas, a no ser que estas broten naturalmente de su canto, que es el canto de la pampa misma. Canto fundador que no apunta a establecer una metafísica, sino a decir un sí trágico —a veces fatalista— a su circunstancia, entablando un diálogo con los mismísimos elementos de lo real. Resulta asombroso notar la similitud de lo apuntado por Carlos Astrada con estas palabras de Berdiáev: “Hay una correspondencia entre lo inmenso, lo infinito, lo ilimitado de la tierra y del alma rusas, entre la geografía física y la espiritual. El alma rusa posee la misma inmensidad, la misma ausencia de límites, la misma aspiración al infinito que la llanura rusa. Como consecuencia de ello, el pueblo ruso tuvo dificultades para dominar ese vasto espacio y organizarlo” (19).
Sin duda, asistimos en esta toma de conciencia al destino de la humanidad telúrica, que se sacude una Modernidad que respecto de su existencia no es más que una superestructura artificial. Ambas tierras están llamadas a acoger en sí mismas la humanitas clásica. Como resalta Carlos Astrada, ambas culturas han superado el celo con que los pueblos europeos se preservaban el uno del otro. La realidad de la pampa y la estepa es tan fuerte que nadie puede ocuparla sin ser asaltado y ocupado por ella. En esta capacidad telúrica de absorción y asimilación “está quizás la raíz de la aptitud del argentino para comprender otras culturas, para penetrar en otras formas de vida. Nadie más apto y dispuesto para transmigrar comprensivamente a través de culturas extrañas, de otros destinos anímicos, que el argentino, y también el ruso, almas esteparias en eterno peregrinaje allende los últimos lindes de la propia alma; pero donde quiera que ellos vayan los sigue, como fantasmas subyacentes a su ser, la pampa, al uno, y la estepa, al otro” (20).
Esto fue conceptualizado entre los primeros eurasistas por Gumilev y Savitsky, quienes señalaban como un factor decisivo para la etnogénesis el sustrato telúrico, acuñando el concepto de lugar como despliegue (месторазвитие), que sostiene que “el lugar lleva en sí mismo la esencia de lo que se desarrolló, de lo que se desarrolla allí o se va a desarrollar en el futuro” (21), idea de honda reverberación en la primera camada de la geopolítica alemana, que consideró el espacio como destino para un pueblo histórico. Ambos aspectos resuenan, también, en una obra posterior del autor argentino, Tierra y Figura, de 1963 (22). Allí sostiene, por un lado, que el numen del paisaje evoca “a los seres que lo habitan o habitaron; [mientras que] éstos —sobre todo, el hombre que lo sugiere y hasta lo trasunta en su estampa personal y en su estilo de vida— evocan su paisaje entero” (23); y, por el otro, apropiándose de un concepto de Hans Freyer, considera que la pampa es el ámbito de destino de la humanidad argentina: “Sin la imponente mole andina y el mar terroso de la extensión uniéndose a la líquida pampa atlántida no es posible dilucidar raigalmente el sentido de las empresas de la humanidad argentina” (24).
Cabe a nosotros precisar que un lugar que contiene potencialmente lo sido como semilla de todo porvenir y un lugar como destino, puede sonar contradictorio para la lógica bivalente occidental. ¿No es acaso el destino algo que acontece más allá del individuo y que se le impone como algo arbitrario y ajeno a sus posibilidades? ¿No cabe, además, leer ambas acepciones de lugar con un sentido igualmente determinista, contradictorio con cualquier idea de libertad?
La libertad correspondida: voluntad de (eterno) retorno
"Basado en la teoría liberal de que el hombre es libre, se desprende que él siempre puede decir «no» a quien sea. Esto, de hecho, constituye el momento más peligroso de la filosofía de la libertad, que bajo la égida de la libertad absoluta empieza a quitar la libertad de decir «no» a la libertad misma" (25).
La idea de lugar como destino y de lugar como potencial de despliegue afecta en su libertad únicamente al individuo, abstracción sobre la que el liberalismo construye sus instituciones cual castillos en el aire. Es este elemento, aéreo y vaporoso, la quintaesencia de la subjetividad falta de raíces de la Modernidad occidental. En definitiva, es una pura negatividad simple y, en ese sentido, su voluntad equivale a resignar todos los lazos que siente como amarres y cadenas que coaccionan su singularidad. Tal es así que, para el liberal, el individuo nunca está suficientemente liberado. Fuera de su contraposición negativa a todo pasado, a toda historia o a toda opresión —la que se ubica siempre viniendo de afuera—, el individuo abstracto no tiene dirección alguna, y aún así, cree estar haciendo algo cuando persigue su identidad en la negación de lo otro moralmente malo. Su voluntad, su ley individual, es un mero capricho de auto-sustracción. O, en términos sartreanos, mala fe. Es decir, huye de todo fin que pueda proponerle metas, sacrificios y trascendencia, de toda libertad auténtica, de todo “para qué”. Puesto que no admite ninguna ley por encima de él que pueda darle sentido a su propio ser, su libre arbitrio no arroja más que vacío y tedio, repetición del síntoma que lo constituye. En suma, alienación autodestructiva y vicio. Por el contrario,
“lo telúrico [...] viene determinando desde su humus originario al hombre en su ser y sus empresas […] Nadie puede ser algo desde el topos uranos. Lo es siempre desde su tierra, su tiempo y su paisaje historizado” (26).
Desde una perspectiva telúrica, como la que aquí proponemos y que creemos debe ser la base común sobre la cual plantear un horizonte existencial y estratégico para nuestro tiempo, la libertad individual es una libertad meramente negativa, puesto que solo se sustenta en la negación de lo heredado, de toda determinación y de toda identidad, sea propia o ajena.
Entonces, ¿cuál es el Nomos de la tierra, la ley de la tierra? Claramente es la gravitación que encarna todo ideal en la matriz de lo posible: el ser o Espíritu de un pueblo, definido como formación histórico-natural. Nada viene de la nada misma y de allí el sentido de la tradición, bien entendida. No entendemos por “posible”, entonces, ni cualquier cosa imaginable, ni una mera “construcción” de tipo literario. Lo verdaderamente posible, en cambio, responde siempre al suelo fáctico de la existencia que abre u oculta su espacio para lo que adviene. No todo es posible. En ese sentido, la existencia, abandonada como está a su circunstancia acotada natural, histórica y espiritualmente, no puede hacer otra cosa que corresponder a la posibilidad más propia de su ámbito de destino, o bien elegir el camino de la deserción y la impersonalidad. La personalidad, la posibilidad más propia del existente del caso, no es algo individual. Por el contrario, es una configuración determinada por las posibilidades del propio “lugar” que uno ocupa en el mundo, el ahí del ser, el Dasein, en el que retornan héroes tutelares y cantos triunfales, el misterio y el asombro que causa la propia existencia histórica, la interrogación más inicial, con peso de mandato. En boca del Padre de la Patria: Serás lo que debas ser o no serás nada (27). Desideratum pindárico que nos conmina a devenir quienes somos. Esto es el sentido de la historia propiamente dicho para nosotros. En ella acontece algo por entero diferente a cuanto la Modernidad ha querido ver: una línea de tiempo en la cual se ubica una sucesión de hechos jalonados por un motor inmóvil utopista. En oposición, lo que acontece verdaderamente es el Espíritu de la comunidad del pueblo, que es un siempre nuevo retornar al inicio que deja del otro lado de la tranquera todo fetichismo pasatista. En este retorno se acusa siempre un pasado y un futuro tan presentes como el proyecto que los articula, pues no se retorna al pasado sino al fondo mismo de aquel. Todo lo que verdaderamente puede ser no se pregunta por su identidad, no persigue una causa exterior que motive su propia manifestación: es la acción pura, la inopinable caída del rayo, la soberanía de un elemento de la naturaleza que retorna —como creía Aristóteles— a su lugar natural y en cuyo acontecer el tiempo ya no cuenta, pues no hay nada que contar.
El comunismo del espíritu: la luz de Hagia Sophia
“Aquello que hoy, con visión estrecha y un pensamiento acotado, se considera como «político» y hasta groseramente político (lo que llaman comunismo ruso), proviene de un mundo espiritual del que no sabemos casi nada (…). El propio materialismo grosero, la simple fachada del comunismo, no es nada «material» sino una cosa «espiritual», y un mundo espiritual del que no se puede tener la experiencia ni decidir sobre su verdad o su no-verdad, como no sea en el espíritu y a partir del espíritu” (28).
Con Rusia reintegrada en sí misma, consciente de su especificidad, debemos pues remontar el problema filosófico-histórico de su identidad a una nueva contraposición con Europa. Y así aconteció en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, cuando Stalin encarnó la Idea rusa con la brutalidad de todo poder histórico, quitándose de encima los elementos internacionalistas y cosmopolitas del trotskismo, que nacieron impotentes y así continúan todavía, gravitando alrededor de la partitura democrática cual castrati sin vocación sinfónica. Pero el famoso picahielo fue la menos cruenta de estas exteriorizaciones violentas del alma rusa. Quizá en su vocación de cortar por lo sano, el nuevo Zar, inspirado por el fervor místico de la ganada autoconciencia, cortó mucho más de lo necesario. No caben dudas de que su exceso redundó en beneficio eslavo al enfrentar a las SS de Hitler, no menos inspiradas por otra Idea de autoafirmación y dominio. La guerra es terrible y el sufrimiento incalculable. Pero forma parte de la esencia misma del devenir histórico.
Ante tamaño espectáculo, imposible de volver a representar, sorprende la meditación heideggeriana, tan alejada de la denuncia y del resentimiento morales. Bajo el título de La pobreza, Heidegger ofició bien entrado el año 1945 un breve sermón en un castillo alemán donde funcionaba por ese entonces la Universidad. Mientras tanto, el Este alemán, que Spengler había querido resguardar mediante un entendimiento con Rusia, había caído bajo las botas nevadas de sus soldados. En tal ocasión, Heidegger leyó una homilía de su peculiar credo poético, donde saludaba los eventos acaecidos como envíos del Espíritu mismo, que enhebraba sin sutilezas pero con el mayor de los estilos —el trágico— los destinos de ambos pueblos. Aquello que volvía sobre Alemania no era otra cosa que el fervor visionario de sus místicos, la luz de Hagia Sophia, que en Alemania había alumbrado en las manos del zapatero Jakob Böhme y al que Rusia había sido especialmente receptiva. Con estas mediaciones, los viejos vientos griegos todavía sobrevolaban la dura visita rusa a los bosques. La huella sangrienta del paso estepario vendría a devolver así, en 1945, como su fruto más preciado, el misterio de la pobreza esencial, la doctrina del comunismo del espíritu que había esgrimido la palabra sagrada de Hölderlin:
“El ser-pobre, en tanto no-carecer-de-nada, salvo de lo no-necesario, es en sí también ya el ser-rico [...] La pobreza es el tono fundamental de la esencia aún acallada de los pueblos occidentales y de su destino […] En el ser-pobre el comunismo no es ni evitado ni soslayado, sino superado en su esencia. Solamente así somos capaces de ponerle fin verdaderamente” (29).
Este era el secreto que permitía para Heidegger superar el comunismo, que penetró en la mitad de Europa en forma traumática. Porque lo entendió como lo que era: una religión política por la cual los hombres se veían en la necesidad de redimir una situación de caída. Pero también cabe pensarlo como superación del liberalismo y su manía en torno a la necesidad subjetiva de la acumulación de Capital. Y, más aún, lo que el gesto de Heidegger habilita, a nuestro entender, es el desciframiento dialógico de nuestra historia, de pueblo a pueblo. Porque el destino de Occidente y de la técnica, como Heidegger pensaba, ya no era solo un problema para la identidad de los rusos, ni tampoco únicamente para la de los alemanes. Occidente viene a ser para Heidegger el anuncio de la hora de los pueblos (lit. Jahre des Völkers) que habrían de —replegándose sobre su propia “esencia”— descubrir en su interior el diálogo con que el Espíritu mismo teje un destino común. Solo partiendo desde ese espacio hermenéutico habilitado por la voz de místicos y poetas, y proyectado en escala imperial, podría superarse alguna vez el desafío planteado por la esencia de la técnica. Hoy, que el globalismo condena a la miseria y al hambre a millones de seres y amenaza siempre con nuevos ajustes y nuevas promesas de liberación, la palabra de Heidegger tiene más vigencia que nunca. En lugar de reclamarle al enemigo que no nos hace ricos, o que nos hace pobres, debiéramos señalar que nos oculta la esencia de la verdadera riqueza, que es justamente la de tener una estatura humana capaz de prescindir de lo superfluo y de no depender de nadie. El liberalismo gana la batalla decisiva, la existencial, allí donde creemos que de la carencia hay que huir como si de una peste se tratara, y como si el nivel de vida que ostentan las grandes urbes occidentales fuera la forma de vida más deseable de todas. En este punto, si bien el gran relato del progreso histórico ha desaparecido, el liberalismo hace pie en un microrrelato hedonista donde la lógica del desarrollo y el progreso se impone como el sentido mismo con que el individuo se valoriza en la medida en que crece el goce que hace de las mercancías. En suma, debe estar completamente alienado en la realidad consensual del das Man y su mandato: “Hay que pasarla bien”. O, según predica una octogenaria conductora televisiva argentina, al menos aparentarlo (“como te ven, te tratan”). Así habla el enemigo: su lenguaje interior es el de la heteronomía y la inautenticidad.
La profecía trágica de Carlos Astrada
"Yo prometo una edad trágica: el arte supremo de decir sí, la tragedia renacerá cuando la Humanidad tenga a sus espaldas, sin sufrir por ello, la conciencia de la guerra más dura, pero necesaria..." (30).
El mismo año en que Heidegger ofrecía su conferencia, ya decidida la Segunda Guerra Mundial, Carlos Astrada publicaba su biografía intelectual Nietzsche, profeta de una edad trágica. Hacia el final de ese libro, en un original ejercicio de dotes filosóficas, actualiza las reflexiones políticas de Nietzsche sobre el potencial instintivo y político eslavo para rejuvenecer una Europa vieja y chillona, fragmentada en múltiples Estados impotentes. La destrucción y conquista de la mitad de Europa no es, para Astrada, sino el primer anuncio de la verdadera Revolución rusa, ya profetizada por el filósofo alemán. Con ella se habrían de volcar la religión, el instinto y la energía de aquel pueblo joven al mundo occidental, para otorgarle nuevo aliento. Es que, en su voluntad de potencia, descansaría la llave creadora de toda gran forma institucional, el impulso hacia la lejanía y el gusto por la jerarquía y la obediencia que, sentidas como destino íntimo, para nuestro filósofo están lejos de aprisionar a los hombres. Por el contrario, todo esto constituye su verdadera liberación de la mediocridad del mundo cotidiano y rapaz de la masa, agolpada como siempre lo está en sus almacenes. En el corazón del nuevo tipo humano promovido por esta nueva aleación histórica anida, por lo tanto, un profundo mutismo ascético que lo preserva de las vidrieras interminables de lo innecesario; el silencio con que responde a la invitación a convidar en el gallinero estúpido que lo acosa; el gesto seco y acerado del desprecio que siente por esa nauseabunda “clase de felicidad con que sueñan los mercaderes, los cristianos, las vacas, los ingleses y otros demócratas” (31); odio profundo que no se petrificará en su carácter belicoso, porque no será presa del personaje autoritario que tanto fascina a aquellos que se quieren ajenos a la dureza, policías de la paz. Al fin y al cabo, como enseña Nietzsche, hasta el más duro de los guerreros ama la danza y las pasiones ardientes, ama a la vida, que es mujer, y a la mujer, que es vida. También eso trae consigo la barbarie eslava, la honradez de un cuerpo que no se cultiva para ser vidriera de mercancías, como adorno, sino por naturaleza, por amor al peligro que se sigue de todo vigor biológico. “Se sentirán, se sienten ya, un tanto apagados por el redoble de los tambores, los pasos danzarines de Dionysos redivivo, que al pronto se presenta bajo el disfraz igualitario, pero que, conforme a su verdadera esencia, será prepotente y sensual” (32). Como un hombre dotado del misterio y la belleza femenina, pero con la fuerza y la fecundidad de un dios, está llamada Rusia a convertir a Europa y su agonía en un cabo de su potencia imperial, cual Grecia a los ojos de Roma. En su arrebato de irresistible frenesí sexual y místico, en una orgía sagrada y transformadora “el sátiro estepario, que vivió al acecho de su ardiente mediodía y está sobresaturado de energías cósmicas y telúricas, se arrojará sobre su codiciada presa para fecundarla, para iniciar una nueva promoción de la vida, del espíritu encarnado, vitalizado e impelido por la fuerza expansiva del instinto” (33). ¡Así sea, que Dioniso pase otra vez!
Referencias
Carlos Astrada, “El Renacimiento del Mito” [1921], en Martín Prestía (Ed.). Escritos escogidos. Artículos, manifiestos, textos polémicos. Volumen I (1916-1943), Córdoba, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Editorial Caterva, Editorial Nomos, pp. 192-194.
Idem.
Idem.
Aleksandr Dugin y Alain de Benoist, ¿Qué es el Eurasismo?, Tarragona, Ediciones Fides, 2014, pp. 39-41.
Cf. Nikolai Berdiáev, “La idea rusa”, en Novikova (comp.), Rusia y Occidente, Madrid, Tecnos, 1997.
Platón, Fedro 244a 5-8. Cf. Giorgio Colli, "La locura es la fuente de la sabiduría", en El nacimiento de la filosofía, Barcelona, Tusquets, 1977, pp.11-17.
Nikolai Berdiáev, op. cit., p. 220.
Carlos Astrada, Nietzsche, profeta de una edad trágica, Buenos Aires, La Universidad, 1945. p. 152.
Oswald Spengler, “The two faces of Russia”, en White, D. (comp.), Selected Essays, Chicago, Henry Regnery Company, 1967.
Aleksandr Dugin, “Modernisation without Westernization”, en The Russian Thing Vol. 1, Moscú, Arktogeya, 2001. Recuperado de: https://eurasianist-archive.com/2016/10/12/modernization-without-westernization
Cf. Martin Heidegger, La pobreza, Buenos Aires, Amorrortu, 2006.
El término utilizado como categoría de análisis proviene originariamente de Armin Mohler, Die Konservative Revolution in Deutschland (1918-1932), Stuttgart, Friedrich Vorwerk Verlag, 1950. Aquí se afirma, al menos como hipótesis y clave de lectura, la posibilidad de una apropiación de esta categoría por fuera de su ámbito inmediato, referido a los pensadores que Mohler bautizó como “los trotskistas del nacional-socialismo”.
Aleksandr Dugin y Alain de Benoist, op. cit., p. 31.
Martin Heidegger, Cuadernos negros I (1931-1938) Reflexiones II-IV, Madrid, Trotta, 2015.
Aleksandr Dugin y Alain de Benoist, op. cit., p. 34.
Nikolai Berdiáev, “La idea rusa”. op. cit., p. 221.
Carlos Astrada, Nietzsche... op.cit., p.152.
Carlos Astrada, El mito gaucho, Buenos Aires, Cruz del Sur, 1948.
Nikolai Berdiáev, “La idea rusa”, op. cit., pp. 216.
Carlos Astrada, El mito gaucho, op. cit., p. 16.
Aleksandr Dugin y Alain de Benoist, ¿Qué es el Eurasismo?, op. cit., p. 40.
Carlos Astrada, Tierra y Figura, Buenos Aires, Ameghino, 1963.
Idem, p. 13.
Idem, p. 10. Para la recepción argentina de Hans Freyer, cf. Gerardo Oviedo, "Rastros de Hierro: notas para un itinerario de la recepción de Hans Freyer en la Argentina", en Cuyo, vol. 27, 2010, pp. 79-92.
Aleksandr Dugin y Alain de Benoist, ¿Qué es el Eurasismo?, op. cit.,p. 109.
Carlos Astrada, Tierra y Figura, op.cit., p.10.
Cf. la reivindicación de San Martín en Carlos Astrada, Tierra y Figura, op. cit., pp. 26-44.
Martin Heidegger, La pobreza, op.cit., pp. 97-99.
Martin Heidegger, La pobreza, op.cit., pp. 115-117.
Nietzsche, “El Nacimiento de la Tragedia”, §4, en Ecce Homo, citado y traducido en Carlos Astrada, Nietzsche…, op.cit., p. 145.
Nietzsche, “Mi concepto de libertad”, §38, en El Crepúsculo de los Ídolos, citado y traducido en Carlos Astrada, Nietzsche…, op.cit., p. 155.
Carlos Astrada, Nietzsche…, op.cit., p.152.
Idem.