Enemistad y guerra cognitiva
Las puebladas imaginarias como parte del espectáculo político al que nos tiene acostumbrado el sistema
Ha corrido mucha tinta respecto del lugar vertebrador del antagonismo en la política. Al punto de que el término mismo ha ganado para sí una cierta aura de sofisticación que no tenía el más clásico, y schmittiano, de "enemistad". Pero este desplazamiento semántico operado por la sofística académica de izquierda, que tomó del autor alemán lo esencial y lo resignificó en función de la estrategia gramsciana de la socialdemocracia, nos viene bien para señalar un problema ínsito en la cosa misma (y no sólo en un plano meramente conceptual). No es lo mismo el valor existencial de una auténtica enemistad política que la mera articulación antagónica del discurso político al interior de una democracia liberal partidocrática. Schmitt ya había diferenciado en El concepto de lo político entre la figura del enemigo y la del adversario, entendiendo que lo que consideramos una unidad política depende de esta demarcación (pues el concepto de una cosa, diría Hegel, depende de una determinación liminar, que funciona a modo de frontera, vinculando a un tiempo que separando lo que una cosa es, de lo que no). La cuestión es de tan vital, y práctica importancia, que el hecho de considerar enemigo a un adversario político, al interior de un mismo Estado, implica al mismo tiempo la asunción de un estado manifiesto o latente de guerra civil, en el cual el ordenamiento jurídico-político estatal del caso no sería más que una herramienta o arma más, usada a discreción para resolver la lucha existencial y política de fondo. De algún modo, la desaparición teórica de la categoría de enemigo en el lenguaje académico de la izquierda actual y su confusión más o menos velada con la del mero antagonismo político-partidario, sumado a los antecedentes vinculados a la lógica revolucionaria, totalitaria y, en muchos casos terrorista, de los viejos partidos comunistas o socialistas revolucionarios, denota una continuidad de prácticas políticas violentas que bien podríamos denominar subversivas, pero también y más fundamentalmente un simulacro de lo que alguna vez fueron, pues además de perder consistencia estratégica y gravedad, hoy representan su inversión sofística al servicio de las políticas de los organismos globales, think tanks y demás herramientas de "gobernanza" propias de la oligarquía financiera globalista. Dicho de otro modo, lo que se presenta con apariencia de subversión por parte de la izquierda actual es en verdad un dispositivo represivo del "aparato de Estado" sui generis, de alcance internacional, que esgrimen las élites "occidentales" para cumplir con sus objetivos políticos supraestatales. La línea de continuidad real entonces, mucho más que el recurso a la violencia política, entre la vieja izquierda, sea troskista o estalinista, y la nueva "izquierda", instrumento predilecto de la oligarquía financiera globalista, es el dispositivo político represivo del antifascismo. Por la positiva este simula expresarse únicamente como la defensa de los Derechos Humanos en un sentido amplio y, por tanto, como la condena del “racismo”, la “discriminación en todas sus formas”, la persecusión y los crímenes motivados políticamente, etc. Sin embargo, a lo largo de la historia, las potencias antifascistas se han expresado también a través de unos evidentes crímenes de guerra, muchos de los cuales califican como genocidio (Katyn, Nagasaki, Hiroshima, Dresde, el Gulag, el bombardeo de Belgrado, las torturas en Abu Ghraib y Guantánamo, por nombrar solo algunos), sobre los que pesa nula insistencia en su condena internacional o siquiera presencia en el imaginario colectivo. Al menos, si lo comparamos con la presencia esencial y omnipresente que juega “la memoria” de aquellos otros genocidios y/o crímenes políticos que refuerzan el imaginario político antifascista, lo que se expresa en el pago de reparaciones y subsidios, y en el financiamiento de una estructura institucional internacional, también replicada al interior de cada país, destinada a conculcar el relato oficial y a perseguir toda posible forma de disidencia. Esto llega al punto de condenar como “negacionismo”, por ley, cualquier duda, cuestionamiento y/o revisión del relato oficial de ciertos hechos o siquiera su uso político, haciendo imposible el libre debate público y/o académico sobre ellos desde el punto de vista histórico. Este mecanismo se ha proyectado policialmente hacia atrás sobre toda la historia occidental a través de los nuevos relatos woke, cuya condena del racismo, del machismo, del especismo, de los “antivacunas”, de los “discursos de odio”, entre otros, funciona acoplando una solicitud de condena sobre otra, clausurando así cada vez más el espectro lo que es posible pensar y expresar sin violar las normas de corrección política establecidas por ley.
Para profundizar un poco, el elemento central de este dispositivo, del antifascismo, es, por un lado, la lógica del resentimiento moral. Como señalara en su momento Nietzsche, el resentimiento moral es esencialmente misárquico, es decir, odia el poder y el carácter autoritario que le va de suyo. En oposición a ello, considera al que carece de él un oprimido, una víctima, que en calidad de tal siempre tendría razón y derecho a exigir una reparación. Por su parte, el sano, el fuerte y el que dispone de algún patrimonio es siempre objeto de sospecha y discriminación positiva en favor del enfermo, el débil y el desposeído. Y si este se resistiera, es decir, si mostrara una preferencia activa en favor de lo sano, lo fuerte o de resguardar el propio patrimonio, comenzaría a ser tratado como “fascista”, es decir, sería inmediatamente demonizado y deshumanizado, legitimando su proscripción política e, incluso, su eliminación física (pues el señalado como “fascista” no tiene derechos humanos: los derechos humanos y la democracia son solo para “ellos”). Podemos decir entonces que el dispositivo antifascista supone una oposición a cualquier tipo de autoridad visible y expresa y, fundamentalmente, a la que es expresión de la soberanía política de un Estado: a los ejércitos nacionales y fuerzas de seguridad, aspecto exterior del orden político.
Cada vez que se manifiesta la oposición vemos otra vez una puesta en escena pseudo-revolucionaria que es, en realidad, una operación represiva más en el manual de operaciones antifascista de la izquierda caniche al servicio del globalismo. Pero seamos sutiles al caracterizarlo, si los recurrentes incidentes ocurridos en las inmediaciones del Palacio Legislativo fueran planificados como hechos políticos bajo la vieja lógica subversivo-revolucionaria, los mismos no estarían coordinados con lo que ocurre dentro del recinto, con la aparición de Diputados y Senadores en las calles "solidarizándose" con el pueblo y siendo igualmente "reprimidos", ni tendría un carácter tan espectacular como innecesario e irrelevante, con incendios ocasionales de autos o tachos de basura al azar, etc. Formarían, por el contrario, parte de un proyecto político de largo plazo, bien perfilado ideológicamente, con una conducción política clara y cuyo objetivo final sería la toma del poder. Pero no es el caso, claramente. Cualquiera que haya leído lo que al respecto pensaban autoridades al respecto como Lenin o Mao, o quien mínimamente maneje conceptos de estrategia o conducción política clásicos (Sun Tzu, Maquiavelo, Clausewitz, etc.) sabría que cualquier uso de la fuerza ha de ser oportuno, es decir, producirse donde y cuando el enemigo menos lo espere, para impedir su capacidad de defensa y de respuesta, id est, allí donde las variables de tiempo y de espacio permiten que la correlación de fuerzas sea mayor para el que ataca, aunque esté en inferioridad objetiva de condiciones, por una concentración de fuerzas puntual. Por el contrario, el carácter dramático y adolescente, el espontaneísmo plebeyo de las puestas en escena socialdemócratas con sus tribunos del pueblo bien peinados, clamando frenar la represión que sus lúmpenes a sueldo provocan, tiene otra función, mayormente retórica, cuyo carácter confuso consiste en la inversión de víctimas y victimarios, del arriba y el abajo, del represor y el reprimido. Pero se trata de mucho más que de una mera simulación, que hace pasar por "resistencia" lo que es mero oportunismo partidocrático y extorsión feudal organizada en “movimientos” u “obras” sociales, pues la confusión intencionada del adversario político democrático con un enemigo político-existencial, forma parte de una guerra cognitiva a escala global que pretende materializarse a mediano plazo como una virtual guerra civil local en cada país. Es decir, la simulación insurreccional es un ejercicio y un paso previo a la proscripción judicial (como ocurrió con Trump y sus seguidores de base en EEUU) o la eliminación física, vía atentados (como ocurrió con Robert Fico, primer ministro de Eslovaquia, que sufrió un intento de asesinato por oponerse a seguir armando a Ucrania). El objetivo de fondo de esta guerra de baja intensidad es sumirnos en una reedición de la estrategia de la tensión, pero mucho peor humanamente hablando, sin heroísmo real, ni lucha ideológico-política seria.
Nuestra humilde sugerencia a los seguidores del Instituto Trasímaco es que, quien sostenga reales perspectivas de oposición al globalismo debería, en principio, dejar de hablar el lenguaje del enemigo: sea el lenguaje antifascista antes descrito, sea el lenguaje antiterrorista que a veces se le proyecta como anverso, a imagen y semejanza de las doctrinas de seguridad de la OTAN y sus aliados, que poco amigos son del trumpismo y de los patriotas europeos que tanto se admiran por Derecha. En efecto, ya fueron muchas veces nuestras posiciones caracterizadas como “terrorismo doméstico”. Con lo cual, hay que tener cuidado con declarar y/o tratar como “terrorista”, lisa y llanamente, a cualquier provocador de baja estofa u opositor político desestabilizador.
Una auténtica posición soberanista no pone al enemigo político principal al interior de la propia comunidad, ni adopta irreflexivamente los enemigos de otros países, sino que desde un punto de vista geopolítico autocentrado se manifiesta enemistado con todo aquello que cercene la paz interior, la unidad biocultural, la soberanía y el poder relativo de la propia comunidad política en todos sus estratos productivos.