El concepto político de soberanía
Pese al auge de los movimientos soberanistas, pocas personas tienen en mente una definición clara de "soberanía". Intentaremos aquí esbozar una.
Aunque puede trazarse una historia del concepto de soberanía e incluso situarlo en medio de las discusiones que ha suscitado, a continuación haremos un recorrido exploratorio con carácter de ensayo, pensado a modo de intervención política y al margen de cualquier exigencia académica. Vale mencionar, sin embargo, que en una entrada anterior criticamos lo que dimos en llamar “soberanismo patrimonial” como forma de introducirnos en este tema, de relevancia especial para el Instituto, para hoy comenzar el abordaje específicamente filosófico-político.
Una definición mínima de soberanía
Empecemos por una definición mínima de “soberanía”. Generalmente se la entiende desde las obras de Hobbes y Bodin como “la autoridad suprema dentro de un territorio”. Ya en el siglo XX, Carl Schmitt ha vuelto sobre la cuestión como continuador de aquellos dos clásicos, afirmando que esta autoridad soberana tiene la potestad de “decidir en estado de excepción”. Acentuó así, contra Kelsen y los teóricos del iusnaturalismo, el hecho de que el carácter último de esta autoridad la sitúa por encima del Derecho. Teniendo en cuenta esto, podemos destacar rápidamente cuatro elementos que hacen a la soberanía en su definición más común, al menos para los que adoptamos la perspectiva del realismo político:
La persona del soberano (normalmente es una persona por cuestiones obvias de efectividad organizacional, especialmente relevantes en momentos de crisis).
Su carácter de autoridad última e inapelable, externa a cualquier sujeción externa y al orden jurídico mismo.
La potestad de decidir respecto de qué hacer, incluso en las situaciones no previstas por el marco legal o, más aún, de suspender este en circunstancias extraordinarias.
La circunscripción de esta potestad a un espacio determinado, a un territorio.
Crítica del concepto de “territorio” desde el punto de vista del ejercicio de la soberanía
Aunque hoy día resulta evidente la territorialidad del dominio político, especialmente este punto merece unas cuantas precisiones de tipo crítico. Surgido el concepto de soberanía en el contexto de las guerras religiosas en Europa, el establecimiento de una sola autoridad de carácter territorial iba de la mano del llamado a no intervenir más allá de las propias fronteras, es decir, del reconocimiento mutuo entre soberanos de sus propios límites. Además, suponía a nivel interno la subsunción de toda otra autoridad o cuerpo intermedio a la voluntad del soberano, independientemente de sus creencias, a cambio del respeto a la propiedad privada y la libertad religiosa por parte del soberano. En cierta medida, esta operación fundacional del Estado moderno europeo anticipa la también moderna noción de nacionalidad civil o meramente política, basada en el ius solis, inexistente hasta entonces.
Si tomamos distancia de esta marca de origen puntual de la cuestión de la soberanía, vinculada a un territorio que se establece sujeto a una sola voluntad independientemente de la identidad de sus partes constitutivas, podemos considerar por nuestra parte que el elemento en que se mueve y sobre el que ejerce su influjo la soberanía (entendida como una relación de poder político entre humanos) no es el territorio geográficamente hablando, sino las conciencias de los hombres, de las que solicita determinados tipos de vínculos y obligaciones según el caso. Tal es así que muchas veces un mismo grupo humano está separado por fronteras políticas pero estas, con las obligaciones jurídicas que conllevan, no se corresponden con sus lealtades, siendo más temprano que tarde desobedecidas o socavadas. Además de ello, la autoridad del soberano apela siempre, en distinto grado, también más allá de lo que considera sus fronteras y tan lejos como poder tenga. Lo más evidente es que apela al reconocimiento por parte de otros soberanos en calidad de aliados, subordinados o enemigos. Pero también, atravesando barreras culturales y lingüísticas, ejerce su influencia en lo que ocurre dentro de otros Estados y toma parte en el “balance” de poder político internacional en función de sus propios objetivos.
Es decir, la soberanía consiste en una serie de relaciones de poder asimétricas que solicitan obediencia y/o reconocimiento, pero que también movilizan en distinto grado voluntades no sólo dentro de una unidad política territorial, sinó también hacia afuera. Podríamos entonces reconsiderar la circunscripción territorial en la definición de la soberanía por algo que la contiene y la excede: el hecho de ser una relación de poder y, por tanto, implicar una jerarquía tanto como un carácter relacional y situacional que configura un sistema de lealtades políticas. Atendiendo a esto, la auténtica “territorialidad” de la soberanía no se recorta sobre un determinado espacio geográfico, arbitrariamente, sino sobre un grupo humano, determinado bioculturalmente, de acuerdo a la variable general de que a mayor homogeneidad, mayor capacidad de apelación soberana. Después de todo, el mismo concepto de frontera (constitutivo de cualquier territorialidad) es menos “lineal” y “objetivo” de lo que parece, o de lo que pretendía la naciente Modernidad política con la paz de Westfalia, y podríamos subordinarlo a la capacidad de apelación (y, por tanto, a la densidad, consistencia y alcance del poder) que ostenta el soberano del caso. Dicho de otro modo, el concepto “ampliado” de frontera es equivalente al “cuerpo” o “músculo” de la soberanía (al poder de movilizar voluntades y constituir realmente una unidad política). Podemos, entonces, como resultado de este recorrido crítico sintetizar nuevos elementos para nuestra definición de soberanía:
Es una relación política de dominio que se aplica no sobre el territorio geográficamente entendido sino sobre la conciencia de los individuos de un grupo humano más o menos homogéneo, pero también más allá del mismo, pues apela igualmente a los soberanos y miembros de otras unidades políticas soberanas.
La frontera real de la soberanía no es, por tanto, territorial sino humana, es decir, biocultural. El límite de la soberanía llega tan lejos como llegue la apelación del soberano mismo, la cohesión de su unidad político-cultural y la densidad de su poder.
Algo importante que destacar, relacionado con lo anterior, es que no sólo las violaciones de los límites territoriales desafían la soberanía sino, mucho más fundamentalmente, lo hace también la penetración cultural, que reclama otra fidelidad por parte de la conciencia de los miembros de la unidad política del caso (religiones universalistas, ideologías modernas o posmodernas igualmente universalistas, etc.). La penetración cultural moviliza voluntades para condicionar al soberano pidiendo el reconocimiento de obligaciones religiosas, morales o legales exógenas por encima de su potestad, para obtener de ello cuotas de poder creciente, o bien, lisa y llanamente, para derrocarlo (sin que ambas estrategias sean incompatibles). De ello se sigue que la neutralidad en materia cultural de un soberano es un signo de debilidad, aprovechado por las posiciones activas y autoconscientes en ese campo. El Estado moderno (que constituye el contexto inmediato de la definición mínima de soberanía), tras poner fin a la guerra religiosa estableciendo otra forma de convivencia (exclusivamente política) cayó, sin embargo, por falta de una estrategia cultural activa, a manos de la conspiración de las sociedades literarias iluministas que cuestionando el carácter “autoritario” del Estado infundieron el mito de la libertad y acabaron desencadenando cambios de régimen cimentados en la muy “democrática” guillotina.
El problema de la legitimidad o del reconocimiento de la soberanía
Y este quizá sea uno de los aspectos más interesantes del asunto para nosotros. La soberanía se compone no solo del soberano aislado, en abstracto, de alguien que reclama para sí el título o la decisión soberana, sino también de aquellos que reconocen ese atributo o reclamación en él. En otras palabras, el movimiento afirmativo de reclamar para sí el título de soberano implica una solicitud de reconocimiento, que puede ser tanto aceptada como rechazada. Con esto no nos referimos tanto a los mecanismos legales que validan el acceso al poder, a la legalidad en su ejercicio, sino más bien a la legitimidad de la que este ha de ser investido, necesariamente, por aquellos que aceptan ser gobernados por él y atenerse a su decisión (o por aquellos que aceptan reconocerlo como un soberano más en “el concierto de las naciones”).
Lo que hace efectivo (real) al poder soberano es, valga la redundancia, la efectividad de sus decisiones. No existe poder soberano si nadie cumple sus órdenes, por más legal que fuera su origen o el ejercicio de sus disposiciones. Ese “poder de veto” de la (falta de) legitimidad fáctica da por tierra con cualquier planteo formal o legalista al respecto, quedando en un segundo plano accesorio cual sea la forma del régimen, o el lenguaje político para justificarlo (“derecho natural”, “derecho divino” o hereditario, “legalidad constitucional”, etc.). El movimiento de reconocimiento de la legitimidad fáctica del soberano reconoce su autoridad, es decir, supone la existencia de una jerarquía, al mismo tiempo que la representación del pueblo. Y, sin embargo, esta legitimidad “de hecho” a la que referimos no constituye una advocación del dogma sofístico de la “soberanía popular”, auténtica figura retórica que enmascara o esconde quién es el verdadero soberano, la persona del soberano, en cada caso y, al mismo tiempo, deja indefinido qué es un pueblo sin un soberano, o si acaso puede seguir siendo uno en tales condiciones. Ante esta operación de desplazamiento (la afirmación de que “el soberano es el pueblo”), habría que preguntar a quién beneficia y por qué precisa esconderse el verdadero soberano en un régimen que presume de ser más transparente que el resto. Porque así como el aire tiene un carácter aéreo, y la música un carácter musical, la autoridad política soberana siempre tiene un carácter autoritario (incluso aunque ella misma afirme lo contrario). Que la democracia, por su parte, no tenga un carácter democrático es parte del engaño y de la falsa conciencia en que se funda este régimen político, no una excepción a la regla. Recapitulando:
La efectividad de la soberanía es expresión de una legitimidad fáctica por reconocimiento.
El reconocimiento de la soberanía no es algo dado, aunque se suponga, pues siempre está abierta en abstracto la posibilidad de negarlo.
El carácter de la soberanía en tanto relación de poder es jerárquico y autoritario pero también representativo del todo político del caso: el pueblo.
El carácter autoritario de la soberanía como expresión “lógica” del “estado de naturaleza”
Desde esta perspectiva pragmática y realista la existencia de un poder soberano se funda en una decisión existencial de fondo, que soporta todas las decisiones fácticas particulares que eventualmente podrían tomarse apoyadas en ella. Por medio suyo este poder se afirma a sí mismo como tal, como decididamente capaz de poner en acto aquello que reclama ser: una autoridad inapelable. Qué sea o de dónde provenga su carisma no es asunto de esta disquisición, pero se entiende que en él entra en juego algo del orden de lo trascendente, pues algo que se presenta como inapelable, conservando a su vez la capacidad de apelar a los demás y movilizarlos ocupa el lugar de lo extraordinario (como destaca también, de algún modo, la definición de Schmitt). También implica algún grado de coerción natural, en tanto el que no tiene poder no podría oponerse o desobedecer al soberano que solicita algo de él sin pagar algún costo. Esto implica que la garantía del ordenamiento político-social es esta instancia soberana que se reclama última y que si bien lo atraviesa, lo estructura y fundamenta, está también fuera de él por constituir su principio ordenador, la fuente última de su apertura de sentido.
Esto no significa que la reclamación del soberano sea irresistible o irrevocable, pues se da en el tiempo y tiene un carácter dinámico, quedando abierta a su reconocimiento o denegación momento a momento. Recuperando un término de Hobbes, sin ánimo de importar lo que significa en el contexto de su obra, podemos decir que el lugar de la soberanía es el “estado de naturaleza” (aquel regido por meras relaciones de poder). Por eso, mantenerse en el poder implica una posición activa. La soberanía no se “defiende” (como se defiende un territorio), se conquista, se lucha por ella momento a momento por la sencilla razón de que desconocer la autoridad del soberano o incluso disputar la soberanía y reclamarse uno mismo soberano es una posibilidad siempre abierta por naturaleza. Tanto como siempre está abierta también la posibilidad de la guerra total con otra unidad política. Pensar que leyes escritas o morales, o algún presunto “derecho natural”, presentan realmente alguna limitación a la voluntad de los hombres supone una ingenuidad contra la cual se pueden consultar la innumerable cantidad de “crímenes” que se cometen a diario. El “crimen” mayor, el de derrocar al soberano (y el ordenamiento legal que sostiene), está realmente en nuestras manos todo el tiempo. Teniendo en cuenta esto hay que subrayar el carácter falaz de toda moralización de los asuntos políticos de esta envergadura. Por ejemplo, normalmente consideramos que los políticos son corruptos, inmorales o hasta encarnaciones del Mal, cuando en verdad solamente obran de acuerdo a cómo las cosas son por naturaleza: una lucha por el poder, sin parámetros ni endulzantes añadidos. Nunca pensamos que quizá los que estamos en falta somos nosotros, que obedecemos sus leyes en lugar de luchar por imponer las nuestras. Si elegimos no hacerlo no es porque esté “prohibido”, sino porque elegimos no hacerlo por distintas razones de comodidad, conveniencia o convicción personal. Nosotros también estamos en “estado de naturaleza”: no hay otro “estado” sobre la tierra, al menos en cuanto a la existencia política soberana se refiere. Si refrenamos ciertos impulsos naturales para disciplinarnos, convivir con otros o por miedo a las consecuencias no significa que la “lógica” de la naturaleza haya desaparecido, incluso allí donde las cosas parecen ajustadas a derecho. Es lo que querríamos creer para vivir más tranquilos, pero es mentira.
Una soberanía lo suficientemente consciente es materialmente inexpugnable
Este recorrido nos permite concluir que la naturaleza del poder político soberano no está sujeta a condicionamientos externos de tipo material ni legal, por más que estos influyan en la configuración de la situación humana del caso, pues no la determinan. Pero vale la aclaración: tampoco puede reducirse a la fuerza en sí misma, ni a los así llamados “atributos de poder nacional”, aunque estos sean uno de los indicadores evidentes de su capacidad material, porque estos no se utilizan si no están animados por una orden que halle eco en sus conducidos. Y porque, aunque ellos puedan terminar con la soberanía de otra formación política, destruyéndola materialmente, no son capaces por sí solos de ejercerla, de fundar un orden distinto que lo reemplace efectivamente. El miedo o la coerción no fundan una disposición positiva hacia la autoridad, sino una mera autolimitación que no termina de fundar un orden político propiamente dicho, sino a lo sumo un modelo de prisión a cielo abierto. Es lógico que las unidades políticas de poca población y recursos sean mucho más vulnerables frente a las de mucha población y recursos, pero no por eso pueden derrotarse fácilmente. Muchas veces su situación desventajosa desde el punto de vista “objetivo” constituye un aliciente para lograr una determinación soberana mucho más firme desde el punto de vista “subjetivo” del asunto.
Extremando aún más las cosas, una guerra total puede poner fin a una unidad política soberana, pero esto no sería el fin de su soberanía sensu stricto. Hay soberanos que, en lugar de rendirse o escapar como otros, eligen morir junto a su pueblo. La prueba de ello es que, incluso muertos, no dejan de apelar, aún en los casos en que mencionarlos positivamente esté prohibido. Por supuesto, no es el objetivo de ninguna unidad política que esto pase, pero es una decisión política seria (no fruto de un idealismo literario o un arrebato temerario) la de morir peleando, si la alternativa es la esclavitud o el exterminio, porque hacerlo resguarda el gesto o arquetipo de la soberanía para la posteridad que deberá enfrentarse al mismo enemigo en calidad de resistencia.
Por tanto, la autoridad de la soberanía descansa en un factor espiritual excedente que hace a su poder natural, o a la capacidad de imponerse físicamente, pero que no se reduce a ello. La auténtica autoridad política configura un lazo o haz de voluntades que se anudan a su decisión soberana y a la organización que ésta imprime al cuerpo político, proyectando en el tiempo un horizonte de expectativas que suscita una movilización por parte de los conducidos tendiente a la realización del mismo, a la identificación con él.
Dicho de otro modo, la soberanía como fenómeno espiritual es cosmogónica: es creadora de mundo. Gira en torno a la encarnación acabada y personal, extremo de jerarquía y distinción en el perfilamiento de un grupo humano, de cierto espíritu de cuerpo que convoca a hombres de origen común en torno de algo que los eleva, también personalmente, por encima de lo particular de cada cual, del interés natural y egoísta del ámbito privado, y los dispone para cumplir los deberes comunes establecidos por el soberano voluntaria y no coercitivamente, constituyéndose como resultado en una forma de ser en el mundo auténtica y propia.
La soberanía, por tanto, constituye una forma de sacralidad específicamente pagana, el espíritu o la llama animadora de la Política con mayúscula, la “Idea-Fuerza” de una cosmovisión heroica que vertebra desde lo más profundo de su ser un grupo humano de origen común animando a luchar por ella como forma superior de existencia personal y comunitaria.
Sintetizando los nuevos elementos que añadimos a la definición, podemos decir que:
La soberanía no se define por los atributos de poder material, ni se reduce a ellos, aunque su persecución sea una tarea lógica al efecto de garantizar el cumplimiento de sus objetivos políticos y garantizar su supervivencia material.
La soberanía es un fenómeno espiritual cosmogónico de carácter ideal que anuda voluntades al interior de un grupo humano para conformar una forma de vida o mundo en común que se justifica y valora por sí misma, es decir, que tiene un carácter sagrado.
Desde este intento de definición nuestro se podrían desprender obviamente muchas posiciones de tipo valorativo y, hasta diríamos, de tipo prescriptivo para la conformación de un campo político auténticamente soberanista. Pero por razones de extensión, y para tener el tiempo suficiente de elaborar en profundidad temas harto delicados, dejaremos para una tercera entrega el paso de lo descriptivo a las críticas de carácter programático. Hasta entonces, estaremos gustosos en el Instituto de recibir sus misivas respecto de lo aquí tratado.
«¡Sé al menos mi enemigo!»,
así habla el verdadero respeto,
que no se atreve a solicitar amistad.
FN