Hacia lo Singular Argentino
Descubrir nuestra forma de ser más profunda implica nuestra proyección civilizatoria hacia el futuro. Ser (re)conquista. Devenir Imperio.

Continuamos la publicación del libro Pampa y Estepa de Esteban Montenegro con un nuevo capítulo, en el que intenta desanudar el doble equívoco que surge de la clásica contraposición entre civilización y cultura. Su planteo supone que la fidelidad a la propia cultura no está anclada en el pasado y que el devenir civilización no se confunde con el mejoramiento que puede arrojar un progreso meramente económico (por más deseable que sea). En otras palabras, ni los planteos pasatistas de indigenistas e hispanistas, ni los meramente economicistas, logran hacer espacio a lo singular argentino: la identidad fronteriza y el impulso hacia las grandes extensiones –el anhelo de (re)conquista– que trajimos del viejo continente.
Un horizonte de transición entre civilización y cultura
Otra forma de indagar nuestro peculiar destino histórico es intentar superar las contradicciones en que encalla nuestra condición aparentemente “periférica”. Para tal fin, pensamos provechoso revisitar la clásica contraposición entre civilización y cultura1. Lo haremos a los efectos de alumbrar la posibilidad para la Argentina de realizarse más allá de cualquier imperativo exógeno de adecuación. En especial, de realizarse más allá de los mandatos decadentes de la actual “civilización” occidental.
Empezaremos comentando un pasaje de Carlos Cullen2, donde aborda en forma crítica la tensión señalada por Paul Ricoeur entre “civilización universal” y “cultura nacional”, “entre la necesidad de acceso a lo universal y planetario y la fidelidad a los patrimonios heredados”3. El francés caracteriza a una y otra por su dimensión temporal: mientras que la civilización acumula y progresa, la cultura religa mediante lazos de fidelidad y representa, a su vez, el núcleo creador de un pueblo. A partir de esta definición sincrónica que pone cultura y civilización en paralelo sobre el fondo de nuestro tiempo globalizado, y en el marco de su filosofía de la educación, Cullen propone como tercera dimensión “pensar la infancia como la posible palabra del futuro” y ver qué saldo crítico arroja cuando la confrontamos con nuestro presente. Esta voz, cuando le prestamos oído, advierte una acumulación sin mejoramiento en el orden civilizatorio y una fidelidad sin creatividad en el orden de la cultura nacional, que percibe superficial e inauténtica4.
Volveremos críticamente sobre su propuesta. De momento, nos ocuparemos de complejizar la caracterización de los conceptos marco, que facilitó Ricoeur, recurriendo a la oposición entre Kultur y Zivilisation en la obra de Oswald Spengler5, quien sitúa explícitamente estos dos polos como momentos internos de un mismo ciclo histórico, el de las así llamadas grandes culturas (Hochkulturen)6. Es decir, aquellas que, al superar su propia unilateralidad, devinieron parte de la historia universal por exceso de voluntad. Todas ostentan, para el autor alemán, la evolución orgánica de un ser vivo y, por tanto, pasan necesariamente por los momentos del nacimiento, la maduración, la plenitud y la muerte. Por eso, no podría ser más ajustado decir que son ciclos históricos, al interior de los cuales pueden distinguirse dos momentos principales. El primero es un momento ascendente que corresponde para Spengler con la cultura y el segundo es otro de plenitud e inmediata decadencia que se corresponde con la civilización. Civilización, por tanto, equivale a decir objetivación de los instintos afirmativos y desarraigo del sustrato vital a partir del cual se tomó el impulso inicial. La cultura es ese sustrato vivo, del que se desprende como fruto suyo la civilización. Por eso, también Spengler considera a la cultura el núcleo creador de un pueblo.
Ahora bien, si insertamos dentro de este esquema diacrónico spengleriano la tensión sincrónica de Ricoeur es para identificar la civilización “universal” de la que habla (en términos de complejo científico-técnico e incluso político-administrativo caracterizado por la “acumulación” y el “progreso”) como un producto propio, aunque podrido y terminal,de la cultura occidental europea. Cullen desliza algo en esta dirección cuando se pregunta “si la «civilización universal» permitirá la emergencia de las «creatividades culturales» y, por lo mismo, de la diversidad"7. Consideraciones ambas que nos llevan a subrayar la necesidad de que nuestro devenir-civilización, nuestra “modernización”, sea el resultado del despliegue de nuestra diferencia cultural específica. Despliegue que demanda una rebelión interior contra la decadencia de aquella civilización occidental, desgajada de su fuente, que se nos enfrenta como norma de estandarización y corrección política global.
Si continuamos desgranando la crítica de Cullen con el aporte spengleriano, podremos adjudicar más explícitamente los rasgos negativos señalados por ella al desarraigo civilizatorio occidental, en el actual momento globalizado. Así esperamos profundizar su planteo haciendo aún más espacio para el plus de diferencia intempestiva que abre el Logos Argentino.
Cultura: el problema de la fidelidad
“...la infancia de hoy también nos está diciendo que está falseada la fidelidad, que sospecha de una convivencia entre meros repetidores compulsivos y que la creatividad no encuentra su lugar, que falta «respeto» a la «memoria» creadora de las culturas, y que se pretende reemplazar por la fidelidad a modelos de identificación que son pura superficie «massmediada», sin ningún tipo de densidad cultural”8.
¿Es posible una fidelidad sin creatividad para una cultura viva? ¿O lo es solo para la visión deformada que de ella se hace la civilización? El civilizado siempre habla del mundo de una cultura perfilándose hacia el pasado o hacia lo exótico con un ánimo de ensoñación romántico-arqueológica, o bien con un ánimo religioso, soteriológico, esencialista. Busca allí un origen, una razón o un principio ajeno a sí en el cual reintegrarse (religio). Concibe por tanto la fidelidad como una relación exterior entre dos elementos diferenciados y trascendentes, sea para aceptarla o bien para rechazarla. De todo ello se sigue que conciba una creatividad escindida de su propio ser, que niega o sabe perdido y busca en un sitio otro. En otros términos, como el civilizado ya no se pertenece a sí mismo, busca en la cultura, que le es ajena, la vida que le falta. O bien, dicho de otro modo, echa mano a motivos de otras culturas para remachar estética o intelectualmente la falta de sentido que lo aqueja.
¿Cuál es, por el contrario, la actitud de una cultura para consigo misma? Para empezar, ninguna cultura sostiene una relación de fidelidad respecto del pasado en cuanto tal, considerado como algo fijo y cristalizado. Esto es así porque la cultura supone que aquello que caracterizó a su pasado atraviesa siempre su presente. Ese fue el sentido primero de los cultos familiares, por ejemplo. Un gesto de fidelidad no a lo que fue, sino a lo que es. La correspondencia con esa potencia se expresa, fundamentalmente, en las hazañas de los antepasados. En consecuencia, los muertos están aquí como vivísima posibilidad ejemplar que nos reclama ponernos a su altura y proteger con nuestros actos la llama de nuestro propio nombre. La fidelidad es, por tanto, la experiencia de una potencia actuante en nosotros que, desde el momento en que deja de ser actuante, deja de ser en absoluto y nosotros con ella. Uno es quien es únicamente en la medida en que “repite” o “supera” lo que le ha sido dado. Caso contrario, adviene la deshonra. Traicionar el propio ser equivale a no ser digno del propio nombre, de la propia historia, algo sentido como catastrófico para cualquier cultura. Como respaldo de esta tesis no solo puede consultarse la obra de Spengler. Cualquiera de entre los mejores discípulos de la Antigüedad y del Renacimiento (Nietzsche, Burckhardt, Jaeger, Colli, Evola) puede dar cuenta de lo que significaba la fidelidad para una cultura viva, es decir, para una tradición. La misma Wiederholung heideggeriana no parece apuntar en otro sentido.
Civilización: el problema del “mejoramiento”
“La infancia de hoy nos está diciendo que está «excluida» de la acumulación y que sospecha de una convivencia entre meros consumidores, que el mejoramiento no se dio, que falta justicia en las relaciones sociales. Y se pregunta, como Carlos Fuentes hace algunos años, «¿progresa el progreso?»”9.
Rodolfo Kusch se aproxima a la noción de cultura propuesta anteriormente cuando nos dice que “no habría que tomarla sólo como acervo, sino también como actitud” y como “domicilio existencial”10. La cultura, como horizonte y unidad de sentido afincada a un suelo que excede en su concepto lo puramente geográfico, es algo que se corresponde con el concepto que venimos manejando hasta aquí. Kusch, en lo que puntualmente nos convoca, aporta la contraposición de este concepto a quienes pretenden imponer modelos civilizatorios a los americanos. Retomaremos su crítica al desarrollismo, aunque en un nuevo sentido11.
El desarrollismo como planteo político responde a la lógica interna de la civilización occidental moderna: la del progreso. En nuestros días esta lógica es comprendida exclusivamente en términos economicistas y se confunde con la acumulación de Capital. Porque si el Capital es el único valor vigente hoy, en la etapa terminal de esta civilización, no hay mejoramiento para él que contradiga la exigencia interna de su concepto. El desarrollismo como programa apunta en esa dirección, al desarrollo de “lo mismo” en su reproducción ampliada. No es muy novedoso afirmar que la acumulación capitalista no implica necesariamente un mejoramiento de la vida de los pueblos, pero sí es novedoso hacerlo planteando esta objeción en términos político-existenciales, y no en términos económicos cómo lo hace la izquierda (comprendida como está dentro del desarrollismo político que criticamos). El mejoramiento que promueve, por más deseable y necesario que fuera, no parece ser distinto de la acumulación misma. ¿Qué otro mejoramiento podría pedírsele a la civilización occidental moderna hoy día? Ninguno que contradiga la lógica de la acumulación. Se permite moderarla, moralizarla, redirigirla, distribuirla, pero nunca superarla. Pero un “mejoramiento” real, de tipo político-existencial, supondría aceptar que quede subsumida en otro orden de principios en el que no se reduzca todo a una cuestión cuantitativa; lo que es decir, que la “calidad de vida” deje de considerarse atada exclusivamente al disfrute de bienes materiales. Esto sería posible, a su vez, para un proyecto que no se limite a ofrecer mejores cálculos económicos, que no considere al hombre movido forzosamente por la necesidad o el interés y que, al hacerlo, contradiga existencialmente la lógica de la acumulación.
El economicismo desarrollista supone un planteo político, ético y antropológico totalmente antagónico a esta eventual posibilidad, porque se asienta en la imposición liberal-progresista de que el problema de los principios se dirima en la esfera privada, es decir, de acuerdo a parámetros exclusivamente individuales. A pesar de ello, se presenta como un mejoramiento de tipo moral en los términos de una “humanización del Capital”: sea porque se afirme que acumular Capital humaniza, sea porque se afirme que lo único que se precisa o se puede hacer es humanizar al Capital. Contra lo que uno esperaría, incluso este último carácter “reparador”, lejos de morigerar sus efectos destructivos, los potencia al impedir que la cultura del caso sea reconocida en el lugar que le corresponde “a cambio” de una miserable asistencia material. El motivo es que si acabamos de decir que el trasfondo liberal-progresista del desarrollismo es tal que, formalmente, permanece indeterminado en relación a los principios de la vida en común, entonces su apelación a valores genéricos anclados en un sujeto ahistórico apunta a neutralizar, subordinar, combatir y, llegado el momento, desterrar los principios comunes del propio pueblo. El pequeño detalle es que los principios comunes consuetudinarios a los que aludimos (originados en el patrimonio histórico del pueblo, en las creencias y costumbres que configuran un horizonte simbólico particular) son los que ordenan normativamente el campo de lo común sobre el que se asientan y del que debieran brotar el Derecho y la Política. Por esta razón, la operación política por la que el poder desarrollista subordina una cultura realmente existente a valores y derechos genéricos, abstractos y universales que constituyen, según se dice, “la dignidad de la persona”, redunda, en última instancia, en la ingobernabilidad de la situación política y social. El saldo político del desarrollismo es, pues, antipolítico al minar las bases fundamentales, de tipo histórico-cultural, de cualquier clase de convivencia. Pero esto no debiera sorprender si recordamos que estamos considerando un tipo de orden esencialmente economicista. Por fuera de su égida, cualquier identidad constituida previamente, es decir, que no esté mediada y suspendida por el libre arbitrio del individuo, queda fuera del campo de lo “humanamente tolerable”. Y en ello consiste la operación política antagonista por excelencia, porque por medio de ella el desarrollismo economicista despoja a su enemigo existencial (el potencial magma de la cultura del pueblo) de su mismísima singularidad, a priori caracterizada como "barbarie", dictando así su marginación. En esto, entonces, consiste el “mejoramiento” que nos ofrece la decadente “civilización” occidental, tal como se presenta hoy. Y esto dicho independientemente del valor instrumental que puedan tener efectivamente esta o aquella teoría económica en boga, esta o aquella tecnología, etc.
Mientras que en el mundo de la cultura uno cumple con el deber de ser quien es para no traicionarse a sí mismo, es decir, para vivir a la altura de las posibilidades más auténticas que cifran la vida en común, en esta “civilización”, en cambio, uno se ve obligado, impersonalmente, por la fuerza de la ley, los medios y la ideología dominante, a aceptar la segregación a priori de lo común, a considerarse un individuo y a respetar a los demás como individuos igualmente libres e indeterminados por principio, bajo la amenaza de caer fuera de la humanidad, de la corrección política y de la ley si uno se negara a ello.
Nos obligaría a perder el hilo mostrar el desenvolvimiento histórico de esta configuración, tan propia de la política occidental reciente, en todas sus formas y etapas. Baste recordar cómo el clima ideológico posterior a la Segunda Guerra Mundial estuvo atravesado por el desarrollismo, ligado a los emergentes organismos internacionales —incluyendo especialmente los de tipo financiero— y la Declaración “Universal” de los Derechos Humanos y otros tratados internacionales que pretenden erigirse por encima de las soberanías de los Estados y que vienen a coronar el orden “humanitario” inaugurado por los bombardeos de Dresde, Hiroshima y Nagasaki. El Plan Presbisch, solicitado por la dictadura oligárquica autodenominada “Revolución Libertadora” y elaborado por un ideólogo desarrollista perteneciente a estos novísimos organismos recién mencionados, es, por demás, elocuente. No olvidemos que sugería por entonces el ingreso de Argentina al Fondo Monetario Internacional. Por algo Arturo Jauretche lo denominó un “retorno al coloniaje”12.
Digamos entonces que, desde esta perspectiva a la que llegamos dialogando con Kusch, Cullen y Spengler, el desarrollismo político se encuentra subsumido por completo en la determinación lógica del progreso comprendido en clave economicista. En él se invierte toda relación previa entre medios y fines en función de la reproducción del valor supremo de la acumulación. El mejoramiento, para esta civilización económica, a lo sumo consistirá en incluir más consumidores en el mercado, o en garantizar un nivel de distribución de la riqueza más o menos amplio según lo que las contingencias permitan, aun si esto provoca desplazamientos de ciertos grupos dominantes por otros. Incluso si esto se tomase por progreso, apelando a criterios morales de tipo humanitario y/o individualista, no comprende sino un refuerzo de la alienación colectiva, desgajada de su ámbito histórico común, si no se ordena en función del despliegue de los objetivos políticos de la propia comunidad.
El Nomos de la Tierra, finitud y encarnación de lo Universal
Cuando hundimos la pureza y la neutralidad de la discurso economicista en el negro suelo de la cultura, las cosas toman otro carácter. En otro trabajo, compilado también en Geocultura del hombre americano, Kusch refiere puntualmente sobre este tema que: “La separación entre economía y cultura se debe más bien a un criterio metodológico que propiamente científico”13. En efecto, no es otra la visión de Spengler, para quien lo económico es otro aspecto de la cultura. Ella, afirma, no tiene más que fisionomía, nunca tiene un sistema. Toda cultura, en tanto que alma colectiva, se provee de medios y, por esto, puede afirmar que “toda vida económica es la expresión de una vida psíquica”14. De ello podemos extraer que sólo una cultura viviente y pujante podrá superar las relaciones de pura exterioridad que se nos proponen. En otros términos, solo habrá un “mejoramiento” real allí donde haya un para qué, un valor distinto de la acumulación, el que, forzosamente, será dado por una cultura viva y nunca por la “civilización” occidental moderna tal cual se nos presenta hoy. Por otro lado, los valores abandonados en el decurso de la historia por las potencias europeas podrán volver a nacer, pero apropiados por una nueva vida que los lleve a su realización, por voluntad propia y en virtud de sus propias exigencias internas. En otro caso, sólo estarían poniéndose parches a fin de evitar lo inevitable.
En los términos en que hacemos nuestro este concepto, una cultura como horizonte de sentido se halla ligada a un tipo de vida próxima al suelo. Su vitalidad siempre está arraigada. Su propio modo de ser revela la huella de su paisaje y su paisaje revela la huella de su habitar15. La civilización, por el contrario, encuentra su hábitat más propio en la ciudad enriquecida, cuya costra de asfalto y sus alambrados la protegen de la tierra en su pura extensión, de la que, por otra parte, succiona sus jugos parasitariamente. Se opone a la tierra desde la fluidez del líquido elemento. Por eso sus epicentros se hallan habitualmente abiertos al intercambio a través de los puertos. Actividad fundamental de toda formación civilizada que, en su relevo de cosas, ofrece un terreno fértil para el multiculturalismo y la relativización de todo tejido comunitario. No obstante, esto no significa que su falta en ser sea culpa de la presencia de lo extranjero, sino que no pudiendo ya soportar la diferencia en su ser, el civilizado se presenta como rescatista de refugiados, como espectador —turista o antropólogo— y coleccionista de diferencias y modos de vida otros, sin hacer suyo ninguno. Mientras tanto, solo navega por la Red de la que no puede dejar de estar conectado. De ese modo, exterioriza y abstrae a los demás para soportarlos, a la vez que se invisibiliza en su diferencia específica cambiando de forma él mismo —travestido— para no reconocerse nunca en nada estable. Reproduce así, una vez más, la alienación en que ha puesto su ser, la que le permite transformarse y no ser ni una cosa ni la otra, atrapado en una fantasía patológica en la que cree ser libre diseñando un “perfil” a la medida de su capricho. El civilizado, pues, se hace a imagen y semejanza del Capital mismo, que se quiere abierto a realizaciones siempre nuevas de su valor. Pero, contra lo que él quisiera, la polaridad realísima de Tierra y Mar subsiste y se revela como una piedra de toque geo-filosófica y geopolítica fundamental16. La tierra le pone un límite finito a las ansias de infinito y eternidad del Capital. La tierra es la configuración simbólica por excelencia del principio de realidad.
Argentina: por cielo y tierra hacia la decisión por venir
Ahora bien, ¿en qué medida es posible para nosotros, habitantes del subcontinente austral americano, reconocernos en nuestra cultura a pesar de nuestra subsunción en la “periferia” del mundo civilizado? Quizá lo que nos devuelva de la alienación de sentirnos europeos en el exilio sea justamente lo que recién hemos considerado, el contexto mismo de toda cultura: el suelo, la tierra, el paisaje. La sola realidad de la tierra americana nos perfila sin necesidad de hibridación étnica alguna. Y es que no hay hombre real sin mixturas, tránsitos y devenires pasibles de confluir en la historia. Y, en este punto, debemos por fuerza de esta simplísima consideración trasladarnos desde el plano diacrónico spengleriano, donde a cada cultura le sigue su civilización, hacia un momento fundante: la decisión y el proyecto humano que supone toda gran cultura.
A diferencia de Spengler, no creemos que sea imposible ser originales ni que el tempo en que las grandes culturas se alternan sea siempre el mismo. Spengler pretendió medir el tiempo de estas formaciones históricas en términos puramente objetivos y, por tanto, exteriormente al desarrollo de cada cultura en particular. Por esa simple razón es que sus pretensiones prospectivas resultan arbitrarias. Después de todo, tanto la cultura como la civilización y toda gran cultura son resultado de la praxis histórica y social de los hombres mismos. La historia no es una línea ascendente, ni una descendente, ni un círculo. La historia es una esfera que toma la dirección que le imprimen las fuerzas que la hacen suya17. En ese sentido, todo amanecer de un pueblo histórico es, desde un primer momento, civilizatorio por su exigencia ascendente de humanización, de aporte sacrificado, históricamente ejemplar. Y es también cultura, reconocimiento circular de lo que se es como el reflejo del ser en el devenir.
La paradoja es que, en nuestro caso, nuestra decisión de hacer historia surge como superación de la civilización occidental moderna, cuyo orden social se muestra incapaz hasta de poner a resguardo los aportes que la propia cultura europea hizo al mundo, pero además porque esta civilización de trasplante no deja lugar para que hagamos nuestro propio aporte al margen del valor supremo que nos impone. Pero no nos equivoquemos, esta negación de la negación es parte de nuestro ser también y no es cosa sencilla llevarla a cabo sin ponerse en juego. Justamente, nuestra liberación es futuro en acto, porque asume la propia negación en su ser como constituyente de su identidad. En otras palabras, objetivamente pertenecemos a la civilización occidental moderna, pero sólo en tanto nos hallamos sujetados por ella como objetos. Sin embargo, no podemos pasar por alto este momento de negatividad si queremos superarlo. Forma parte de nuestro destino. De él proviene el cuestionamiento de nuestra identidad. Sin la posibilidad de no-ser que nos abre, no podríamos siquiera preguntarnos quiénes somos. Ese movimiento negativo en el trajín de nuestra historia más larga, el fenómeno contemporáneo del nihilismo, ha de ser negado pero también comprendido por el movimiento circular del reconocimiento del hombre argentino por venir. No hay forma de salir de él sin partir y pasar a través suyo. Y, por eso, nuestro problema no se soluciona con otra receta económica keynesiana o con un nuevo derecho que nos permita gozar más o mejor. Tampoco volviendo a tomar mate en la vereda o jugando a la taba. Nada de eso sacia la inquietud existencial de estar sometido a un proceso anónimo y masificante de valorización del Capital en un mundo sin parámetros normativos comunes. ¿Qué más queda sino luchar hinchados de una delirante voluntad de Imperio para conquistar nuestro futuro?
Solo si queremos esta Aufhebung de la civilización occidental moderna, reconociéndonos habitantes del suelo americano por propia elección, seremos no sólo resultado de este o aquel pasado, sino también potencia, posibilidad y senda abierta en el porvenir. Este es el sentido apuntado magistralmente por Carlos Astrada, cuando deja atrás la contradicción abstracta entre un tradicionalismo pasatista y un humanitarismo presentista por medio de una superación dialéctica porvenirista que exprese la verdad contenida en aquellos dos momentos18. Las ruinas de esta América a medias, nunca del todo realizada, como las de la Europa decadente actual, son eso, solo ruinas. Ese es el primer reconocimiento, al menos hasta nuevo aviso. El segundo, sentirlas igualmente nuestras y, a la vez, insuficientes para explicarnos.
Contra Ricoeur: no existe una civilización universal en abstracto. Existe, en cambio, el impulso ascendente de las distintas grandes culturas hacia la realización de su humanidad. En cada una de ellas es posible diferenciar, pese a su variabilidad, una sangre, una tierra, una lengua, etc. Estos elementos formativos son co-originarios. No podemos decir si es más esencial o anterior la sangre, la lengua o la tierra. Todas nos son dadas por herencia y es sólo la cultura quien las anuda en un proyecto, en una decisión, en un peculiar movimiento suyo. Siguiendo a Astrada, la cultura es la actividad vital por la que se realiza la humanización del hombre, que coincide con la realización de un pueblo en obras y ejemplares personales máximos de valor y significación “universal” (relativamente hablando). Por eso la civilización no es una fatalidad que acontezca como regla sino parte de la dinámica interna de toda gran creación cultural. Spengler cree que el tempo vital de una gran cultura es siempre análogo, nosotros no. Insistimos, solo hay universal concreto, singular: la comunidad que se ejercita en la cultura. Su tiempo durará lo que dure esa ejercitación de alto rendimiento. La civilización es, por un lado, la dimensión universalizable que destella cada una de sus maniobras acrobáticas, así como la objetivación de ese movimiento cuando toma cuerpo en obras. Por ello, el peligro de la civilización siempre ha sido que las obras —espíritu objetivo— ahoguen la vida —espíritu subjetivo—, que el peso de aquellas derrote al ejercicio capaz de superarlas19. ¿Pero es acaso inconcebible que una cultura resista la fascinación por sí misma y por sus logros sin renunciar al movimiento creador?
Cabe señalar que la cultura no está cerrada sobre sí misma ni se crea ex nihilo en ruptura con una sucesión de eventos anterior o paralela. Así como sus raíces se hunden y se ramifican perdiéndose en la tierra americana de la que brota y que labra activamente, del mismo modo las ramificaciones de su árbol genealógico, de su lengua y su pensamiento se pierden de vista, también, en todas las direcciones del “cielo” indoeuropeo. Por cielo y tierra está comunicada nuestra cultura con otros pueblos y, así como recibe sus nutrientes, por ambas vías hace envío de sus frutos al resto.
Debemos entonces tener en claro que las alternativas del núcleo creador de nuestro pueblo, pero también las de cualquier otro, se mueven no sobre una serie de figuras autóctonas “puras” sino siempre sobre figuras traducidas y dialogantes, abiertas al futuro e intersectas creativamente con los elementos en que se está disolviendo la civilización occidental moderna. Pero que nadie se equivoque. Pese a ello, no se evapora el suelo fáctico de nuestro haber histórico ni la geografía humana de nuestro pueblo. Tampoco nuestras figuras fronterizas dejarán de ser creídas, vividas y defendidas como absolutas por el pueblo... si es que están destinadas a ser algo.
Como podrá notarse, nuestra posición supone desmarcarse de los enfoques esencialistas sin caer en la indistinción normativa de nuestra época. Los primeros, que se condicen con el “pasatismo” que Astrada critica, en sus versiones más groseras consideran que nuestra identidad se define por una antítesis en situación de completa exterioridad con lo europeo. Pero, aunque se pretenda pensar como problema fundamental de nuestra identidad la vida de los pueblos indígenas, lo que Kusch sostiene contra el desarrollismo respecto del campesino vale también a la inversa: la cultura no se trasplanta. Escapando de la propia condición eurodescendiente, no se hace sino falsear la imagen del otro, trasladando como buenos civilizados la exigencia de la conservación fosilizada de lo propio a aquello que nos resulta ajeno y exótico. Kusch mismo, tanto personal como filosóficamente, tiene más de “alemán”, de gringo criollo, que de quechua. No deben pensar muy distinto los etnocaceristas, es decir, los nacionalistas peruanos que reivindican la identidad étnica mayoritaria de su país, quienes, por supuesto, no necesitan, ni quieren, que ningún descendiente acomplejado de italianos, alemanes o españoles les cuente en qué consiste su identidad, y mucho menos que la subsuman en un genérico “ser americano” fraguado desde Buenos Aires. Intentos de este tipo caen últimamente en absurdos tales que encontramos argentinos de apellido italiano promoviendo una “hispanidad” genérica, conformada por todos los católicos hablantes de español.
Pero lo más propio del argentino es ser un pueblo que todavía está surgiendo. No son los elementos previos a partir de los que se conforma los que determinan su ser, aunque lo condicionen, sino las decisiones que se toma sobre el propio futuro. Todas las culturas fueron alguna vez híbridos formados por distintos afluentes que adquirieron fisionomía propia con el tiempo y la decisión de destacarse y hacer historia. Esto destierra toda preferencia romántico-religiosa por pueblos elegidos y por cualquier supremacismo. Ninguna cultura se dio a sí misma su destino a través de la culpa y la devoción arqueológica por el otro. Ni mucho menos pensando que los elementos a partir de los que se conforma su identidad son indiferentes y que, por tanto, la hibridación relativa que atraviesa a todos los pueblos significa que estos deben estar siempre “abiertos” a cualquier influjo poblacional nuevo. A eso se dedica, justamente, la decadente civilización actual, como podemos ver en la Europa multicultural y en las grandes urbes del mundo, donde negarse a la asimilación forzada del Otro conduce a ser considerado un “bárbaro”. Dicha actitud supone que afirmar nuestra herencia europea de múltiple origen, ligada al tronco indoeuropeo, es una brutalidad conservadora que necesitaría de “más diversidad”. El esquema ilustrado de los próceres del siglo diecinueve sigue a la orden del día, pero invertido: lo que persiste es la denigración de lo propio. En efecto, la presunta radicalidad de algunas críticas al eurocentrismo no hace sino seguir la última moda europea, la de ser anti-europeo. A los europeos y eurodescendientes ya no les estaría dado tener una cultura propia ni soberanía alguna, al margen de los modos propios del orden multicultural progresista, pues, de acuerdo a los nuevos jueces de la historia según leyes morales universales, las culpas no mueren con los responsables sino que se heredan colectivamente. Curiosamente, esto no aplica a las matanzas realizadas en el pasado por japoneses, mongoles, africanos o indígenas americanos, por decir algo, sino únicamente al “hombre blanco”. De modo tal que un trabajador francés es culpable del colonialismo en África y un campesino español de la conquista de América, y ambos deben “pagar por ello”. Ahora bien, si se trata de un corrupto oligarca catalán o de la cara visible de alguna “minoría oprimida” nadie revisará su pasado en busca de crímenes, y hasta se los premiará en los organismos transnacionales que se han hecho cargo de imponer un destino de agonía y fragmentación a nuestras patrias.
Consideraciones prospectivas
Dicho esto, nos permitimos reafirmar lo siguiente: en la devoción por las minorías y los particularismos locales late la oculta vena de una aculturación que niega ciegamente su origen. Bajo una excusa u otra, este es el criterio bajo el que se pretende ilustrar y domesticar a nuestras “bárbaras mayorías”: negación culpógena de la propia identidad en nombre de la “diversidad” que nos impone la presencia del Otro, el Capital progresista, el que bien sabe que solo nuestra identidad de profundo arraigo familiar y telúrico tiene capacidad de deglutir su corazón: la lógica del crecimiento infinito y la intercambiabilidad de todas las cosas. “Diversidad” e "igualdad" equivalen a decir: desarraigo forzoso de las mayorías populares en provecho de las minorías por respeto al Otro, y desarrollismo en cómodas cuotas para acceder al aire acondicionado, el smartphone, y no a mucho más. Estas son las dos caras complementarias de la ideología dominante. El desarraigo es visto, pues, como el primer imperativo de una formación exclusivamente técnica con suplementos morales con la que nos moldean los medios masivos de comunicación y las instituciones educativas. Enseñan lo moralmente bueno, con una mano, y lo verdaderamente útil, con la otra, para recomponer así una situación de “caída”20 o de “inconveniente atraso”21. Y se muestra como natural —aún más, como un derecho por reclamar— el camino a seguir para rodearnos de todo lo útil y conveniente que puede llegar a tener la civilización, a imagen y semejanza de las denostadas pero envidiadas potencias.
Vale aclarar que todo esto, incluso, puede travestirse de “nacionalismo” bajo el ropaje del “nacionalismo de inclusión”, es decir, de la idea, propia del peor Billiken liberal, de que lo argentino se define normativamente como “inmigración”, “diversidad” y “mestizaje”, es decir, como indistinción. Ello, se nos dice, sería lo propio de lo hispánico o lo católico, condiciones presuntamente universales respecto de las cuales lo argentino sería mero adjetivo y nos obligaría a abrir los brazos a la disolución entrópica de nuestra identidad biocultural. Y bien, ¿qué diferencia hay con el “liberalismo anglosajón” contra el que tanto despotrican? Solo una excusa filosófica distinta, pero igualmente universalista a la hora de definir lo nacional (como accidente geográfico de algo que no lo es). Si cualquiera puede ser católico o hablar español o, incluso, calificar para el DNI argentino “si trabaja”, entonces no somos nada, o al menos nada distinto de Francia o de Inglaterra, países cuyos pueblos están al borde del reemplazo étnico por “multitudes” extranjeras atomizadas, en tanto carecen de vínculos bioculturales comunes. En ese orden de cosas, la industrialización con la que sueñan nuestros nacionalistas tampoco emplearía al trabajador argentino, sino al lumpen importado que no solo ocupará su puesto sino que empujará los salarios de todo el resto hacia abajo. Esto ya está ocurriendo hace décadas, gracias a cierta concepción que considera que cierta unidad continental más o menos deseable, de tipo geopolítico, exige que desaparezca nuestra propia especificidad nacional y adoptemos una política de naturalización y migratoria ciega22. A ello se suma la caída provocada de nuestra tasa de natalidad. Entonces, ¿de qué nos sirve una industria “nacional” con fronteras abiertas y políticas antinatalistas que nos condenan a la extinción?
En un orden de cosas tan acuciante, ¿con qué fin ha de problematizar la filosofía nacional una civilización de la que es parte subalterna y una cultura que raramente se defiende realmente, siendo reemplazada por abstracciones? La filosofía tiene respecto de todo esto una tarea doblemente importante. Por un lado, la darse a sí misma una técnica vital propia, lo que equivale a decir, una ética que incumba a nuestra relación con el mundo circundante y que, fundamentalmente, nos conmine a ser quien somos. Al mismo tiempo, tiene la tarea de problematizar su ser en el espejo de otras grandes culturas, sin ánimo de importar recetas hechas. Una cosa no puede darse sin la otra, a menos que renunciemos a la historia misma. Hay que hacer historia por la fuerza misma de las circunstancias, porque hacer lo contrario supone resignarse a padecer la historia de otro: una historia de decadencia y de suicidio a escala colectiva. Por eso, es imperativo desarrollar una filosofía de la historia vista desde nuestros ojos, para apropiarse del derrotero de nuestros antepasados, para hacerlo nuestro o para hacernos suyo, que es lo mismo en la medida en que se dé lo primero. Toda nuestra historia ha de ser considerada y querida como nuestra historia. Es preciso poder decirle sí, y querer lo que somos. Aquellos que se limitan a negar cierta determinación histórica a favor de otra “moralmente aceptable”, como modo de vengar víctimas, beben de una moral del resentimiento23 que puede ser letal, pues pone su foco en las víctimas por reivindicar y nunca en la constitución de una existencia libre abierta al futuro.
El carácter bifronte, de frontera, de nuestro ser implica una síntesis deviniente entre la temporalidad circular del devenir-nosotros-mismos (tempo de la fidelidad) y la ascendente que persigue una mayor universalidad relativa, en verdad, un mayor perfilamiento de la propia singularidad, superando los propios límites particulares de la situación presente (tempo del mejoramiento). Las adaptaciones lentas y prudentes al acontecer histórico pertenecen a la dinámica de las instituciones constituidas. Ellas son las que tienen de su lado el tiempo, porque tienen en sí mismas su propio eje inercial. Nosotros, en cambio, tenemos el imperativo de ponernos en movimiento y acelerar violentamente pasando por encima de todo lo que nos detiene. Ha de elevarse a problema fundamental, por tanto, la constitución de un “nosotros” que retome el imperativo de ser la revolución que nos devuelva lo mejor de lo que somos. Comunidad que, como todo lo que tiene vida histórica, tenderá a dar expresión a lo ejemplar de nuestro ser, realizado en su específico carácter. Eco de miles de (re)conquistas y anhelo de grandes extensiones. Hemos de atrevernos a sostener con nuestros actos un mañana “mejor y creativo”24 a costa de las exigencias de un presente sombrío. Si se quiere fundar, como proponemos, esa comunidad en el ejemplo —no creemos que haya otra manera—, habrá que hacerlo decidiendo acerca del futuro. Lo que conlleva decisiones acerca del pasado. Ambas perspectivas son parte de un mismo proyecto histórico, de lo singular argentino, que se pone en juego, a cada instante, en el acto fundante de nuestra decisión soberana. Estemos a la altura.
Esta contraposición se superpone a la también clásica existente entre “comunidad” [Gemeinschaft] y “sociedad” [Gesellschaft]. Para una mejor comprensión de lo que se pone en juego en cada uno de los términos de este par de oposiciones, véase: Carl Schmitt, “La oposición entre comunidad y sociedad como ejemplo de una distinción bimembre. Consideraciones sobre la estructura y el destino de tales antítesis” [1959], en Anacronismo e irrupción, Vol. 4, Nº7, 2014, pp. 171-188; y Daniel Alvaro, “El problema de la comunidad”, en El problema de la comunidad. Marx, Tönnies, Weber. Buenos Aires, Prometeo, 2014.
Carlos Cullen (1943-) es un filósofo y docente de la UBA, miembro fundador de la corriente conocida como Filosofía de la liberación, de una vasta producción intelectual y ligado personal e intelectualmente a otros grandes representantes de la filosofía nacional como Rodolfo Kusch, Mario Casalla y Juan Carlos Scannone. Se ha dedicado especialmente a temas de ética, filosofía de la educación y de la cultura.
Carlos Cullen, Perfiles ético-políticos de la educación, Buenos Aires, Paidós, 2004, p. 102.
Ibid., pp.102-103.
Oswald Spengler, La decadencia de Occidente (2 vols.), Barcelona, Planeta-De Agostini, 1993.
Este término técnico que hacemos nuestro equivale a lo que comúnmente se denota con la expresión grandes civilizaciones. Entendemos por grandes culturas aquellos universos simbólicos, es decir, aquellas formas de apertura de mundo que habiendo roto con la absorción en el propio linaje y sus cultos familiares, es decir, con sus propias tendencias endogámicas, desarrollan tipos de organización políticas de amplio alcance (Imperios, por ejemplo). Implican por tanto, en buena medida, una cierta ruptura con la tradición heredada, generando en su lugar sistemas simbólicos más amplios, capaces de integrar pueblos afines dando expresión a cierta singularidad común. Singularidad que adopta distintas formas según la cultura de que se trata y el estadio que ella misma atraviesa. Para Spengler, Occidente no era en modo alguno el modelo de las demás grandes culturas. La cultura occidental no es sino una más al lado de la india, la china, la árabe, la mesoamericana, etc. Cabe aclarar que, además de su origen en Spengler, abrevamos al usar este término en la posición respecto del “pluralismo de las culturas superiores” que sostuvo Sloterdijk contra Habermas. Cf. Peter Sloterdijk, El sol y la muerte, Madrid, Siruela, 2004, p. 65 y ss.
Carlos Cullen, Perfiles…, op.cit., p. 102.
Ibid, p. 103.
Ibid, p. 102.
Rodolfo Kusch, Esbozo de una antropología filosófica americana, Buenos Aires, Ediciones Castañeda, 1978, pp. 13-14.
Rodolfo Kusch, “Geocultura del hombre americano”, en Obras completas, T. III, Rosario, Fundación Ross, 2000, pp. 76-90.
Arturo Jauretche, El Plan Prebisch. Retorno al coloniaje, Peña Lillo, Buenos Aires, 1974. Para una crítica y contextualización más reciente véase Horacio González, “Desarrollismo y moral popular”, aparecido en Página 12, miércoles 25 de febrero de 2009
Rodolfo Kusch, “Geocultura…”, op. cit., 116.
Oswald Spengler, La decadencia…, op. cit., vol. 2, V, I, p. 547.
Cf. Carlos Astrada, Tierra y Figura, op.cit., p. 13.
Carl Schmitt, Tierra y Mar, Madrid, Trotta, 2007.
Cf. Alain de Benoist, “La historia como despropósito”, en La Nueva Derecha, Barcelona, Planeta, 1982, pp. 28-31
Carlos Astrada, Tierra y Figura, op. cit., p. 16.
Cf. Georg Simmel, El conflicto de la cultura moderna, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 2011.
Rodolfo Kusch, Esbozo…, op. cit., p. 20.
Adam Smith, “Introducción y plan de la obra”, en Investigación…, op. cit., p. 3 y ss.
Algo que solo creen necesario unos argentinos eurodescendientes acomplejados, pero que no parecen creer también nuestros vecinos que, con total justicia, a nuestros compatriotas les cobran hasta la más mínima intervención médica realizada en su país, aunque crean en “la Patria Grande”.
Cf. Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 2011.
Carlos Cullen, Perfiles…, op. cit., p. 103.