La Comunidad Organizada
Horizonte ético-político de nuestra revolución, o sobre cómo los ecos auténticos del pasado nos exigen poner fin a un presente malogrado
Continuamos la publicación del libro Pampa y Estepa de Esteban Montenegro, en su nueva edición revisada y ampliada. En este capítulo el autor "devuelve", tras un largo período de indigestión, su apropiación de lo mejor de Perón contra el peronismo.
La dispersión, el enemigo primordial
La crisis de nuestro tiempo es materialista. Hay demasiados deseos insatisfechos, porque la primera luz de la cultura moderna se ha esparcido sobre los derechos y no sobre las obligaciones; ha descubierto lo que es bueno poseer mejor que el buen uso que se ha de dar a lo poseído o a las propias facultades1.
Nos hemos olvidado de nosotros mismos, nos hemos olvidado del hombre. El lugar que debiéramos tener lo ocupa el mundo de las cosas, que frente a nuestra dislocación interior adquiere un poder exorbitante y en su propio lenguaje nos obliga a corresponder sus exigencias. Cada vez más alto eleva su volumen el desmedido clamor de las urgencias, que se siguen una a la otra sin darnos el mínimo respiro. Cada vez más rápido se nos exige tomar parte en las pequeñas disputas, exhibir nuestra aprobación de las consignas con las que se relame en su vanidad un mundo onanista y vacío de identidad profunda. Las etiquetas, los gestos de obsecuencia y de adecuación solo nos agregan valor en tanto recursos humanos del Poder. En verdad, las condecoraciones que el consenso otorga ocultan la desorientación más grave que hayamos enfrentado jamás.
Algunos piensan que estas redes siempre estuvieron tendidas sobre el hombre, que lo determina el medio social y económico, que es una hoja en blanco sobre la que deja su impronta la educación recibida. Pero nada lo sujeta ni lo conforma, sino en cuanto parte de su propia naturaleza. Solo lo que ella admite le afecta. Nada se le impone. Ella es, por definición, apertura. No es algo dado y fijo de antemano, sino posibilidad abierta tanto a lo más repugnante como a lo más noble. El desafío viene, justamente, porque su orientación se determina continuamente por medio de sus actos. Y esto quiere decir que, siempre, fundamentalmente, nos enfrentamos con nosotros mismos. Reconocer en nosotros la posibilidad del error y su superación es el punto de partida de toda autoconciencia fuerte, de toda verdadera responsabilidad ético-política. Sin esa experiencia, no hay comunidad alguna.
Sin esta afirmación de una verdad y un ideal trascendentes a las posibilidades contradictorias que laten en nosotros mismos y que de algún modo nos tensan en sentido vertical y otorgan una forma a lo maleable, el derecho nacido de la libertad dejará lugar al derecho nacido del resentimiento. La política queda, con ello, desplazada por unos discursos que, haciendo suyas palabras como “humanidad”, “tolerancia” y “respeto a las diferencias”, en realidad no obran más que la administración de la precariedad existencial que impone el Poder. Ningún motivo profundo puede partir de las cosas mismas tal como están atravesadas por la semántica dominante: allí donde se moraliza, se hace anti-política, es decir, economicismo progresista y gobierno a través del caos. Pero, como ya dijimos, las crisis por las que el propio Poder se expande y reafirma a sí mismo pueden representar una oportunidad de superación humana y política. Al menos si existe un imperativo auténtico, incondicional, que parta de la íntima convicción de un proyecto que se proponga sin apelar a un interés, sino a un compromiso absoluto. El fin y el motor de toda labor auténticamente humana es la trascendencia con la que el hombre salta por encima de lo que es, por encima de lo dado. Esta trascendencia no descansa en ningún trasmundo, en ninguna promesa, sino en la energía capaz de sostenerse absolutamente en la propia afirmación.
Nuestro retorno a La comunidad organizada es una insistencia intempestiva ante un presente abigarrado de falsas alarmas y moralina. El hambre más grave que hay es el de sentido, como en su momento anticipara Kusch. Y no venga a indignarse aquí el bien comido al que llegarán estas líneas, que sufre por interpósita persona el empobrecimiento estadístico. La riqueza que este considera meta es tan pobre como la que motiva sus lágrimas de cocodrilo. No es la efusiva indignación que golpea la mesa del café al grito de “pobreza cero”, tampoco el más real de los platos de comida: si la política es una “herramienta para transformar la realidad”, no puede decirse que su cometido sea subsidiar la venta de coches. Nada de ello tiene que ver con el bien común, siquiera con la felicidad. Y es que se ha malversado el significado profundo de lo que la felicidad del pueblo significa, en nombre de Perón mismo, que afirmaba lo siguiente: “Lo físico no mengua ni aumenta la proporción íntima, porque esta consiste justamente en la estimación de sí mismo que el hombre posee (…). No parece que por el camino de lo exterior pueda resolverse esta incógnita íntima”2.
El Centauro, medida de nuestra humanidad
“En varias ocasiones ha sido comparado el hombre al centauro, medio hombre, medio bruto, víctima de deseos opuestos y enemigos; mirando al cielo y galopando a la vez entre nubes de polvo”3.
El problema teórico-práctico de establecer la proporción en relación con la cual el hombre recibe su medida, y que constituye el nudo de La comunidad organizada es, precisamente, el de establecer una imagen que pueda expresar la armonía entre el espíritu y la materia. Una imagen que encarne la suma de valores y posibilidades de todos los registros que hacen a la aperturidad constitutiva de nuestro ser. Esa imagen es el Centauro.
Hubo en la historia momentos de una acentuación exclusiva de lo espiritual, ante cuyos ídolos se sacrificaba el hombre. Hoy vivimos el extremo opuesto: la mera afirmación “desprejuiciada” y “tolerante” del deseo al que se le exige rendimiento en volúmenes de consumo. Más filosóficamente, se trata de la movilización total de una voluntad de voluntad que expresa el corazón excepcionalista del Poder, que impone sus tablas a los demás estando él mismo exento de toda regulación.
Pero el Centauro es la afirmación creadora que dice “no” a esta laxitud mentirosa, asentando firme su cuerpo animal en la propia tierra y echando raíces en ella, tensando firme su musculación para arrojar una flecha humana hacia los más altos anhelos: los eternos. Nuestra tradición, el espíritu revisitado de nuestra fe y nuestros sabios, sigue siendo el norte humano para nosotros. No pretendemos imponer a nadie lo que eso significa, pues el fenómeno de la significación es justamente la clave de la cuestión identitaria que caracteriza nuestro momento histórico: el globalizado. Algo recibe un significado en función de ciertas premisas supuestas, de ciertos fundamentos comunes de tipo histórico-natural. A falta de ellas, no hay sentido y nada puede explicitarse ni comprenderse. Una situación tal —la confusión generalizada del melting pot multicultural— solo puede resultar funcional a quienes tienen el poder, pues impide la comunión entre los hombres de un mismo pueblo, cada uno desgajado del otro en algún segmento del “mercado cultural”, cada uno abrazando alguna de las múltiples identidades descartables al uso. La así llamada “posmodernidad”, al socavar todo fundamento normativo del orden social, opera en paralelo al imperio del poder del dinero, que como valor tiránico solo se admite a sí mismo como autoridad y es el reverso positivo del relativismo cultural. Todo lo que no puede ser reducido a su propia fluidez, cualquier punto de referencia que resulta ajeno a la intercambiabilidad de todas las cosas que promueve, es atacado virulentamente por la hegemonía globalista occidental. Aunque se trasvista de “disidencia”, la imposición de la fugacidad en las relaciones humanas es parte del economicismo desarrollista en boga, y de la clausura del horizonte humano que podría desafiarlo.
Pero, a sabiendas de que cualquier posición rígida y unilateral encalla el fluir de las posibilidades humanas y acaba por ir en detrimento de la vida, nuestra respuesta ha de ser una tradición que sea revolución, un nuevo inicio, una repetición creadora: ¡un rito que transfigure por completo nuestra realidad! Verter la sustancia de todo lo grande en nuevo molde, verse en el espejo de aquello, diariamente, y olvidar por un buen rato a los pequeños que nos rodean. Encontrarse a uno mismo en el silencio, celebrar las labores cotidianas como un oficio religioso que nos purifica de la intoxicación de la opinión encumbrada por los medios, ¡ir contra el presente siempre que se trate de apuntar al futuro! Poner una oreja en la percepción de nuestro Ser más profundo y labrar con fe delirante la “Edad-centauro”, que llegará tan extática y posesa como contenida en radiante esplendor; que llegará “por la armonía de aquellas fuerzas simplemente físicas y aquellas que obran el milagro de que los cielos nos resulten familiares”4.
El músculo del saber
“Acaso sobre el gran fondo filosófico que es la verdad, haya prevalecido una cuestión de tendencias, ajenas al ansia de conocimiento a cuya satisfacción debería consagrarse toda fuerza creadora”5.
La sabiduría en Occidente estuvo lejos de ser una cuestión meramente contemplativa. Los siete sabios de Grecia eran hombres de mundo, estadistas, astrónomos, ingenieros, adivinos, devotos de Apolo y, claro, también alguno de ellos, como Tales, habrán dedicado algo de su tiempo a la especulación metafísica. Pero nada más lejos de aquel coloso que las fantasías que proyectan en él al primer cientificista, que habría abjurado de la vida y de la religión de su pueblo para especular sobre principios “puramente” materiales. La especulación metafísica, contra lo que ha venido a significar después, es una labor plástica: ¡un arte! Pero como todo arte antiguo, es un arte sacro, regido por una revelación que intenta fijar arquetipos que permitan al hombre el ejercicio de las acrobacias espirituales más arriesgadas. Como dice el último filósofo alemán: “Du mußt dein Leben ändern”6, debes cambiar tu vida... porque hay sentido y apunta hacia lo alto, hacia modelos de mayor coraje y refinamiento, de mayor ejercicio y superación en el autodominio. Es el poder de un pueblo cuyos hijos se modelaban a sí mismos en espejos sublimes, a base de la eternidad de las potencias creadoras que se sintetizaban en nombres como “Homero”, “Hesíodo” o “Tales”7. El pensamiento era un juego olímpico donde se probaba la tenacidad y el músculo del alma, pero además el sentido mismo de lo común y la vida del hombre. Como todo arte y deporte auténticos, el verdadero pensar es un oficio sagrado. ¡Ea, Ea, Pean!
No el mero amansamiento, sino la cría de un tipo humano acorde a las proezas de héroes y dioses llevó al pensamiento a dibujar en el espíritu humano los contornos que habría de tener. Soberbia tarea y dictado de un pensamiento rector que asume su responsabilidad sin temor ¡y con alegría! Pintar una cosmovisión, eje de una comunidad política y su mandato pedagógico: ¡tarea del hombre total, integral, del Centauro, del sabio!
No quedan dudas de que los que balbuceaban no eran, entonces, los presocráticos, sino Aristóteles, quien separa lo que otrora estaba unido y condena así al olvido a la loca sabiduría de los primeros entre los griegos. Técnica, arte, prudencia política, retórica, metafísica: ¡qué desgarramiento del todo, que es Uno! “No puede existir... divorcio alguno entre el pensamiento y la acción”8. ¡Quiero ver tu músculo y no tu rostro lánguido, pensador! ¡Quiero tu verdad y tu creación, no tu duda metódica y tu obsesión! ¿Cómo no perderá aquel la perspectiva vital si un grande como Aristóteles ha despedazado por mil partes a Dioniso, aquel donde todas las contradicciones estaban reunidas? ¡Nuestro Dios-Centauro sacrificado en el altar de una ciencia ciega, errante, perdida, que confunde cada uno de los trozos que ha escondido con hallazgos, que examina la parte en busca del todo y siempre lo pierde! Ese es nuestro desconcierto: el imperio de “las pequeñas tesis”, del “virtuosismo técnico”, de las “tendencias”9. ¡Esa es nuestra pobreza, nuestra mayor amenaza!
“Una verdad sólida para toda la vida”. ¡Esa debe ser nuestra fórmula revolucionaria! ¡Nuestra forma de vida! Ante ella pierden su carácter amenazante “cualquier contingencia, cualquier mudanza, favorable o adversa”10. Pero si no invitamos con coraje a la verdad para que habite nuestro corazón... si falta el sentido, es más, si ni siquiera tenemos coraje para el sentido... ¿para qué apurarse en ganar las próximas elecciones?
Las distinciones y diferencias, la especialización, sirven a la vida toda, pero allí donde esta falta son frutos secos, desgajados del árbol que parasitaron para dejarse caer irresponsablemente. Una vez consumidos, serán nada. Reintegrar el parcelamiento del saber en una visión total o perecer: nuestra encrucijada filosófico-política por excelencia. De ella depende que el hombre pueda hacer suyo su propio mundo circundante, cada vez más alienado y alienante. Allí donde se priorizan las soluciones parciales, donde lo secundario prima sobre lo importante, se parcelan las verdaderas causas y se olvida la Idea rectora: ¡no lo dudes, amigo! Ahí están las fuerzas de la disociación de la comunidad. He ahí la sutil labor del enemigo: ¡la dispersión! No se llegará jamás al todo por medio de una suma, por medio de la contraposición de lo que debiera marchar junto e iluminarse al mismo tiempo, en su medida y armoniosamente:
“En tal coyuntura la filosofía recupera el claro sentido de sus orígenes. Como misión pedagógica halla su nobleza en la síntesis de la verdad, y su proyección consiste en un “iluminar”... De los elevados espacios, donde las razones últimas resplandecen, procede la norma que articula al cuerpo social y corrige sus desviaciones”11.
El Fuego por corazón
“Entra en lo posible que las tradiciones muertas no resuciten...”12
Una nueva síntesis creadora como meta y miles de años sobre nuestras espaldas… No hay dudas de que no se trata de cargarse más peso aún, sino de andar ligeros en la convicción de que lo eterno vendrá cuando seamos lo suficientemente dignos de él. No es por erudición que se agolpan las musas en torno del poeta ni el filósofo llega a intuir la verdad detrás de las apariencias desgarradas. ¡La abundancia es vicio de pobres! ¡La pobreza, la virtud del más rico! Porque no es rico quien más tiene, sino quien menos necesita. Con mucho menos, el Renacimiento hizo… ¡tanto! Con “los restos del naufragio” engendró “una nueva mística” dando prueba de que “el camino es un factor asequible al hombre en todo momento”13. ¿Pero cómo vamos a renacer si nos negamos a dar vida en nombre del deseo, del confort, de la profilaxis, de ese cerco perimetral que tiende la decadencia en torno de todo lo vivo? ¡Sí, con el doble o el triple del coraje que han mostrado nuestros mejores ideales!
Coraje por pensar con la propia cabeza, para dar la espalda al tiempo presente y enfocar los ojos en objetivos que demanden una concentración de fuerzas superior. La tradición otorga los modelos y la confianza en las propias fuerzas si, y solo si, nos reconocemos parte de ella, si verdaderamente la elegimos ajenos a cualquier afán museístico; si, por ejemplo, reconocemos a Grecia mejor en los gimnasios que en las universidades. La conversión existencial es primero: ¡eso es la ética! La fe en ello otorga un eje indestructible que asquea al mundo moderno, habituado a la sospecha y a la anomia. Al igual que yoga en sánscrito, religio significa religar, volver a unir lo disperso: reconocerse en el fuego eterno que todo lo mueve. ¡Bienaventurados aquellos pueblos, aquellos hombres que tienen fe porque han vislumbrado la verdad y no se apartan de ella por nada en el mundo! Pero que nadie se equivoque: no tenemos nada que ver con la “apostólica inhibición”14. Queremos las más duras pruebas y la más agria experiencia, contentos; porque es el sacrificio el que justifica la vida que de todos modos perderemos; porque es la consagración de las propias fuerzas lo que hace divina cualquier ofrenda, hasta entonces mera materia... ¡Es el amor! ¡El fuego que nos quema y consume! El misterio de la vida que pone, ardiendo, todo en movimiento. Hacia el lugar donde la soberbia de nuestra época se aparta para ponerse a resguardo, hacia allí nosotros debemos organizar todas nuestras incursiones.
Aquí podemos recordar un concepto del maestro Aristóteles, que antes castigamos. La virtud es una héxis: un ejercicio al que hemos de habituarnos para fortalecernos. Ese ejercicio dista mucho del que cultivan los modernos, por mor de una salud sin “para qué” y de una vanidad siempre odiosa. Ese ejercicio consiste en ponerse en actividad, en practicar repeticiones que nos obliguen a sentir dolor por el placer que nos hace caer y a sentir placer por el dolor que nos enaltece. Si, respecto de los defectos, la virtud es un punto medio entre dos excesos, desde el punto de vista de la energía que demanda es el extremo más extremo de todos: el más alto, el que demanda más potencia. Para darnos el músculo necesario para lo extremadamente auténtico, nuestra armonía físico-espiritual habrá de someter a altas temperaturas no solo al presente, sino también al pasado, liberándolo de excrecencias y accesorios… así y no de otro modo se abrirá paso lo eterno hacia el futuro: ¡hinchado de savia creadora!
El Político como artista
Pero entonces, ¿qué hay de lo político? Su génesis es simultánea a la del filósofo. Su tentativa es una y la misma. Reintegrar la sociedad toda y al hombre mismo en lo único sabio, en el fuego siempre-vivo: la areté, la virtud ética entendida como hábil ejercitación y puesta en acto, actualización, del legado trascendente de nuestra tradición, del ser de nuestro pueblo.
Acordes con nuestro método, remitimos al arquetipo del pedagogo: Platón, padre de la primera tentativa de engendrar lo humano acorde con un ideal filosófico-político. A pesar de su carácter decadente, que se trasladaría luego a la obra de Aristóteles, ambos hicieron intentos de poner a resguardo lo esencial de la vieja sabiduría frente a un clima social disoluto. Coincidimos con Giorgio Colli en que la filosofía nace como resultado de un proceso de decadencia, a los efectos de restaurar un estadio anterior donde la sabiduría no se encontraba desgajada del pensador, ni del mundo político-social ni de lo sagrado15.
En el diálogo Político16, Platón describe el quehacer propio de la cabeza de un Estado ideal. Y contra lo que uno esperaría, no se encuentran allí recetas económicas, argucias oratorias o militares. Lo que caracteriza al verdadero arte político (politiké tékne) es la habilidad para entramar los distintos tipos de temperamento humano en un solo cuerpo político, a pesar de las tendencias opuestas que conviven en él. Como Platón no encubre las diferencias reales en la ausencia de determinación, la diferencia misma aparece expresada típicamente (¡no existe otro modo!). Los dos grandes campos del alma colectiva humana por entretejer son, según él, los reflexivos y los belicosos, los compasivos y los enérgicos, los que piensan más de lo que luchan y los que luchan más de lo que piensan. Unos tienden demasiado a la quietud y a la duda; los otros a la movilización y a la soberbia. Dos conductas que en su extremo resultan excesivas y opuestas a un justo medio, el que lejos de ser medianía es un máximo de conciencia y de autodominio. La sabiduría política consiste, entonces, en el arte de entretejer en una sola voluntad las dos tendencias contrapuestas en el hombre.
La sutileza psicológica de Platón nos sorprende porque hemos olvidado lo esencial, lo simple del asunto: ¡el hombre es un ser vivo! Todas nuestras conquistas deben actualizarse continuamente —¡en vida!— bajo riesgo de perderse en pocas generaciones. Bajo riesgo de perderse, la vida misma debe, a veces, inhibir sus impulsos y otras veces conquistarlo todo. Por eso es que el hombre necesita un pastor que, empapado de experiencia y de sabiduría, lo prepare para enfrentar situaciones críticas. Un conductor de almas que pueda interpelar a apresurados y a retardatarios por igual para realizar una auténtica unidad política que parta y se dirija hacia la naturaleza del hombre argentino, proponiéndole un horizonte de realización común. Pero, fundamentalmente, cada hombre debe tender a realizar esta unidad en sí mismo, en busca de la armonía y la ductilidad que solo la sabiduría otorga. Y para realizarla en sí mismo, ha de hallar su equilibrio entre los demás. Solo allí, en la comunidad, se juega el propio ser. ¿De qué nos serviría una unidad impuesta exteriormente, mecánica y provisoria? Sin distinción de los componentes humanos del caso y sus tendencias, no es posible gobernarse uno mismo ni a los demás. ¿Y de qué nos serviría promover una felicidad ignorante, sin normas, que nos debilite y desmovilice, un derecho a la desarticulación social? Solo nos conduciría, más tarde o más temprano, a la infelicidad, a la infertilidad y al dolor. ¡Solo un tipo de hombre mejor, diferenciado, un hombre nuevo debe ser el punto de partida y de llegada de todos nuestros anhelos! ¡Solo en su realización, dentro de nosotros mismos primero, encontraremos el camino de la unidad, de la grandeza nacional y de la felicidad del pueblo!
La revolución como imperativo interior
Hacia 1945, Perón afirma que las revoluciones son necesarias porque en la medida en que desarrolla avances técnicos o acumula riquezas, “el mundo, en su eterna evolución, marcha generalmente hacia la superpoblación y la superproducción”17. “Ello trae, como inmediata consecuencia, la sobresaturación y el desequilibrio”18. Ese vector creciente, esa hýbris, signa a su vez la aparición de “fenómenos compensatorios”19 indeseados como las guerras, las pestes y las hambrunas, tendientes a reestablecer el equilibrio, la proporción perdida, muchas veces al costo de la desaparición de pueblos enteros o de muchos de sus conocimientos adquiridos. Tal es así que las revoluciones se explican como respuesta de los organismos políticos y sociales a nuevos contextos y conflictos surgidos de su propia expansión y crecimiento. Son un acto de readecuación, propio del metabolismo social de un pueblo que no se resigna a perecer o desgarrarse. El objetivo de realizar una revolución en paz apunta, por tanto, a conducir en la medida de lo posible el natural devenir de las comunidades humanas de manera armónica en lugar de caer en la disociación y en la ruina. ¿Pero podrían acaso los apetitos de los hombres gobernar un proceso como este, cuando no pueden por sí solos darle paz y entereza a la vida de un solo hombre? Solo la organización vence al tiempo y esto exige una férrea disciplina ético-política.
A propósito de la revolución del 4 de junio de 1943, Perón explica allí que nace como respuesta a la degradación principalmente moral y, en consecuencia, también organizativa y material que arrastraba a las fuerzas armadas a la impotencia y la disolución. Esta degradación era compartida, por supuesto, con el resto de la Nación. Porque las fuerzas armadas, mal que les pese a algunos, son parte del pueblo. Por eso una revolución militar que no se desviara de sus objetivos primigenios como la de 1930 habría de tener por objetivo refundar el país y ser, fundamentalmente, una revolución política, social y moral. Es decir, si quería solucionar su inquietud particular de forma profunda y definitiva, habría de conducir al pueblo dando expresión a su voluntad, no siendo una mera reacción sectorial, sino encarnando la Nación en armas.
Antes, nos dice Perón, “se buscaba salvar las instituciones con un paliativo o por convenios políticos, a los que comúnmente llamamos acomodos”20. La forma de evitar aquello fue constituir un órgano tutelar: el G.O.U., que “hizo que se cumpliera el programa de la revolución, imponiéndole una norma de conducta y un contenido económico, social y jurídico”21. Y funcionó mientras duró su unidad, es decir, unos pocos años. Puede hallarse una síntesis de aquel programa y del pensamiento que gobernó la revolución en su conferencia Significado de la defensa nacional desde el punto de vista militar, pronunciada el 10 de junio de 194422. En ella, el panorama geopolítico es fundado en una lectura realista de la naturaleza humana y las respuestas no son en modo alguno fatalistas: que el conflicto y la guerra entre los hombres sea la constante no significa que nuestro país deba renunciar a la paz ni que el hombre sea una bestia insociable a la que haya que domesticar mediante el terror. Pero ese dato sí nos impone el deber de luchar por la paz y prepararnos, por tanto, para la guerra; el deber de armarnos de sólidos principios éticos y de instituciones que ofrezcan marcos de convivencia comunes, los que podrán ser perfectibles, pero que deben ser impuestos en algún punto como toda forma primigenia de socialización. A tales efectos, no puede considerarse que la política y lo estrictamente militar sean asuntos completamente distintos si se trata de la defensa de la patria, que no puede concebirse como algo distinto de la defensa del pueblo mismo. Desde ese punto de vista integral se comprende la necesidad de abordar y resolver la cuestión social antes de que el conflicto y el oportunismo político-partidario lo haga de manera desordenada y con altos costes operativos y logísticos, al precio de una posible disociación política.
Y es con esta misma vara que podríamos juzgar duramente el fracaso que supuso para el país el divorcio político entre Perón (y lo que después sería su movimiento) y las fuerzas armadas, en el que hay responsabilidades compartidas si tenemos en cuenta que ambos compartían el objetivo de salvaguardar la unidad nacional. Pero poco importa repartir culpas a esta altura, aunque aún nos enfrentemos a las consecuencias de aquel desencuentro. Nos queda el pensamiento estratégico condensado en aquel programa nacional-revolucionario, prontamente abortado, y el espíritu de La comunidad organizada. Este señala que para problemas generales, para problemas públicos, solo hay respuestas integrales de carácter pragmático, pero que parten necesariamente desde la forma de vida de un pueblo que se organiza para su defensa. Eso lo pone más allá de las dicotomías usuales, de tipo ideológico, más allá del peronismo. Porque ese gesto no está inscrito en el cielo ni son las veinte verdades: es obra del pensamiento vivo, arraigado en las fuentes siempre vivas de nuestra civilización, “nuestra más larga memoria”, al decir de Dominique Venner.
Lo que vive aún de Perón, por tanto, es lo que tiene de inactual: el llamado al rescate, la rememoración y la puesta en obra revolucionaria de nuestra propia tradición. Una lanza virulenta, arrojada con toda decisión hacia el corazón del peronismo, del que no queda por rescatar nada y, en cambio, queda todo por destruir: sin olvidarnos, por supuesto, del resto de la partidocracia adicta. ¡Que eso sea Perón! ¡Nuestra misión, alta en el cielo! ¡Un águila guerrera! ¡El llamado a hacer nosotros nuestra revolución!
Perón, J.D., La comunidad organizada [1949], 2.a ed., Buenos Aires, Biblioteca del Congreso de la Nación, 2016, p. 156.
Ibid., p. 138.
Ibid., p. 155.
Ibid., p. 156.
Ibid., p. 110.
Sloterdijk, Peter, Haz de cambiar tu vida, Valencia, Pre-textos, 2012.
Cf. Friedrich Nietzsche, “Homero y la filología clásica” en Ensayos sobre los griegos, Buenos Aires, Ediciones Godot, 2013.
Perón, J.D., La comunidad…, p. 110.
Idem.
Ibid., p. 112.
Idem.
Ibid., p. 113.
Idem.
Ibid., p. 120.
Giorgio Colli, El nacimiento de la filosofía, Buenos Aires, Tusquets, 2010.
Platón, “Político” en Diálogos vol. V, Madrid, Gredos, 2003.
Perón, J.D., Tres revoluciones militares, Buenos Aires, Escorpión, 1963, p. 38.
Idem.
Idem.
Perón, J.D., Tres revoluciones…, p. 39.
Ibid., p. 40.
Perón, J. D., Significado de la defensa nacional desde el punto de vista militar, Buenos Aires, Universidad Nacional de La Plata, 1945.