¿Qué es la filosofía?
Nos complace presentar a continuación el primer apartado del capítulo “Hacer el amor y la guerra: concepto de una filosofía nacional-revolucionaria”, de “La libertad soberana”, el nuevo libro de Esteban Montenegro, editado y comentado por Francisco Mazzucco desde las notas al pie. De hecho, este primer apartado debería considerarse escrito por ambos en coautoría, pues muchas de sus aristas se perfilaron en diálogo filosófico con el editor.
Hacer filosofía es abrir paso al saber en la vida del hombre, que siempre es una vida social y políticamente condicionada. ¿A través de qué se abre paso esta “forma de vida” por la cual el saber se revela a sí mismo? Se abre paso a través de nuestros propios hábitos. Se entiende al hábito, desde Aristóteles al menos, como una suerte de segunda naturaleza que nos predispone a obrar de un cierto modo respecto de nuestras pasiones. En la misma acepción de la palabra latina “habitus” está connotado que se trata de algo adquirido que uno trae o tiene a la vista de los demás, razón por la cual se usó para referirse a la vestimenta. Pero lo que nosotros llamamos “hábito” es algo mucho más difícil de “sacarse y ponerse” que la ropa, aunque más importante para el trato interpersonal que la ropa misma. No sólo hace a cómo se nos percibe exteriormente, sino a cómo somos. Lo que se juzgan “vicios” o “virtudes”, esencialmente, son hábitos y difieren únicamente de acuerdo a la perspectiva ética que uno adopte para juzgarlos. No existen conductas esencialmente malas por naturaleza sino para una “posición de la experiencia” que así las juzga. Lo que llamamos “ética” es el ejercicio o la disciplina consistente en ordenar la vida del hombre en función de ciertos criterios explícitos que otorguen una forma determinada a las tendencias y pulsiones que lo habitan. A esta forma determinada es a lo que se tiende entonces, en función de una concepción ética, y se la llama buena porque se la quiere primero. Por eso Platón y Aristóteles decían que la educación del carácter, labor de la ética, consiste en acostumbrarse a sentir placer por hacer el “bien” y a sentir dolor por hacer el “mal”. La necesidad de “acostumbrarse” a hacer otra cosa considerada mejor o “buena”, implica tanto un descondicionamiento tendiente a abandonar ciertos hábitos, como la necesidad de adquirir otros que los reemplacen. Pero si dijimos que los hábitos son adquiridos familiar o socialmente, entonces esto implica también un cuestionamiento de la sociedad, de cuál es el orden político más justo, y del tipo de educación que éste debe promover entre los habitantes del mismo.
En este plano más político-social, los hábitos configuran una suerte de “inercia social”, para usar una expresión sartreana. Suena demasiado mecanicista, pero implica, fundamentalmente, una cierta resistencia al cambio que cualquier acción debe tener en cuenta. Querer algo grande implica poder lidiar con la gravitación de nuestra circunstancia, nunca del todo “externa”, que intentará reproducir su forma actual o seguir careciendo de una. La paradoja dialéctica ínsita a ello es que al obrar sobre una situación dada para transformarla, nos encontramos para cumplir con ello, también templándonos nosotros mismos para obrar más nosotros sobre ella que ella sobre nosotros. Dicho de otro modo, para obrar “en realidad” nuestro propio querer debe madurar en tensión con la propia circunstancia, para que se vuelva lo más “auténtico” y efectivo posible. En este proceso, por lo general, el querer es más débil y acaba cediendo a “la realidad” sin más, justificándose en las condiciones y causas externas que no doblegó ni pudo resistir interiormente1. Ésta es la excusa de todos los “quebrados”2. ¿Pero a qué nos referimos con que el propio querer se vuelva más “auténtico”? Precisamente a un querer que sea capaz de darse un lugar en el mundo sin ceder su propia naturaleza, en lo esencial, al influjo de las circunstancias.
La filosofía como hábito, es decir, convencionalmente hablando, tal cual la entendemos aquí, es lo mismo que la acción social tendiente a revolucionar desde dentro un modo de vida que se juzga inferior, amorfo o simplemente despreciable3. Para ello, la pugna filosófica se apoya en la fidelidad a aquello que en la propia naturaleza y en la propia situación se considera mejor pese a los desafíos que esto acarree para uno. “Poner en acto nuestra posibilidad más alta, sin ceder este impulso esencial ante la presión de ninguna circunstancia”: ésa es la exigencia de la filosofía nacional-revolucionaria aquí propuesta.
Esta concepción existencial es constitutivamente una cierta posibilidad que nos hace falta y entra en contradicción con nuestro presente para realizarse. Por ello, la gesta misma del desear filosófico parecerá algo “imposible” a los “cuerdos” y “prudentes”, que están más cerca de las amebas conformadas4. Cuando un tal querer, por el contrario, se sostiene en el tiempo, atravesando cualquier embate, el hombre puede proyectarse más allá de sí mismo y trascender en el vacío de su propia contradicción vital. Por ello Sócrates fue Sócrates, a pesar de ser considerado por sus conciudadanos un sofista más, que encima de feo y dejado, era molesto como un “moscardón”. El carácter extravagante de su “hábito” para el contexto social, que llegó a odiarlo y matarlo, era el reverso de su concreta condición filosófica: el extraordinario vacío de un Eros soberano, que en todas partes solo abre camino, por la negativa, hacia la verdad. No debería extrañar que, quien fuera el paradigma de filósofo para toda la tradición occidental, fuera acusado de corromper a la juventud con ideas inmorales, de falsear la religión de la ciudad, y que haya sido condenado por la democracia a elegir entre la muerte o el destierro. Para colmo, diríamos, eligió morir en su tierra antes que huir. Porque su querer era ya absolutamente soberano, no pretendía ni admitía ser otra cosa que aquello que era y, así, devino una presencia interrogante capaz de abrir un ojo de tormenta en el orden social de su tiempo5. Hecho uno con la fortaleza absoluta de su querer, al que sublimó en corrosiva ironía, ya no temía ni retrocedía ante nada. Al querer incluso su muerte como suya, negó al poder la posibilidad de doblegar su forma de ser, y al reconocerse como hijo de su tiempo y el estado de cosas que combatía, mostró cómo superarlo en acto6. Sócrates no intentaba con ello señalar la necesidad de una reforma (“hacer más democrática la democracia”), sino señalar irónicamente cómo la democracia no llega, por definición, a estar a la altura de sí misma y cómo, por eso, engendra ella misma a sus propios verdugos. La comunidad de la verdad propuesta por su sacrificio, al contrario, se funda en un reconocimiento extremo que atraviesa la posibilidad de la muerte como su supuesto fundacional. Muestra con su vida el camino de la vida filosófica misma como el camino que revela la verdad de su tiempo, su miseria e injusticia, y la supera.
Porque si la verdad y el valor de una posición existencial se juzgara por su eficacia histórica, sólo este mundo actual sería posible. El mundo donde el que tiene más poder o más riquezas "tiene razón" y en cuanto Amo indiscutible establece los límites de lo razonable. Para nosotros, asqueados por este mundo de hoy, sólo hay algo razonable por hacer en la vida: verse en el espejo de los que persiguieron lo mejor y murieron antes de ceder a una forma inauténtica de vida, encadenada a la mera voluntad de poder de Otro. Así dieron testimonio de que el precio a pagar por nuestra libertad ostenta un poder mayor al que nos priva de ella. Pues sólo un acto absolutamente libre es soberano, un acto tal que pone su propia vida como sustento de su propio valor, de su propia libertad y de su propia verdad, contra cualquier otro poder distinto. Uno que está dispuesto a morir y tiene en más alta estima el honor y la verdad antes que el poder, el lujo, el placer o la felicidad.
Podemos decir entonces que la filosofía es un cuestionamiento radical de quienes somos que apunta a revelar lo mejor de nuestra naturaleza, desde dentro, orientándose por el ideal de un tipo de hombre diferenciado y completamente libre: un ideal heroico. Pero, aún más, consiste en mostrar que no hay algo así como un individuo o un pueblo sincero y natural detrás de sus hábitos7. Somos nuestros hábitos y no hay otra esencia oculta tras ellos sino el querer que los soporta y la conciencia que los justifica. La filosofía nacional-revolucionaria dice: habituémonos a ser mejores y a quererlo absolutamente, como demostración y causa sui, enfocando nuestra consciencia en servir mejor a eso que queremos, de modo que, si no podemos nada contra nuestras circunstancias, al menos ellas no puedan nada contra nosotros.
No existe un querer espiritual absoluto por encima de las circunstancias empíricas, sino uno que se va forjando ante las circunstancias en un proceso donde: al querer natural ingenuo primitivo le sigue el consiguiente choque con la realidad de la vida y sus condiciones (la forja de la vida), resultando un querer forjado ante las circunstancias, el forjarse a sí mismo del sujeto en la fragua de su carácter. Recordemos que ethos es carácter en griego y que contemplatio viene del latín co-templar: templar en paralelo el carácter del hombre con lo superior ante la visión del mismo.
Los quebrados son los que no pueden forjar su carácter, como aquella espada que se quiebra al forjarla por ser débil el metal o demasiado fuertes los golpes recibidos y los cambios de la fortuna. El antiguo resaltaba la labor industrial productiva, el forjarse el carácter ante las circunstancias de la vida, antes que la comercial, el "ir negociando con las circunstancias" como lo vería el moderno que ha mercantilizado la vida.
Si seguimos nuestro concepto de la "ética" como "forjamiento del carácter", en general los malos hábitos no serían tanto los despreciables, por ser malas conductas, sino los amorfos: los hábitos maleables como arcilla blanda que aún no ha fraguado (o sea, devenido roca y cemento), que aún no se han modelado ante los golpes de la realidad, que todavía son abstractos, gomosos, manipulables y lábiles; sin forma establecida, por tanto con formas "caóticas" (el caos es lo no-fijo, el cambio efímero, el orden lo fijo y establecido). Los malos hábitos son inferiores no por su resultado (producir el mal metafísico en el mundo), sino por su origen: ser la arcilla base aún sin modelar, el caño de hierro aún sin formar como lanza o azada (elección del tipo de vida). La lanza, o vida del guerrero, sería tan apreciable como la azada, o vida del labrador, pues ambos son símbolos que representan vías cumplidas. Lo despreciable es el material en bruto sin forjar, la indecisión vital, la ética abstracta, que no es realmente ética porque nunca se ha aplicado, por tanto un oxímoron: una praxis que sólo es teórica y teme darse en el mundo (porque se sabe fallida de hacerlo, como todo utopismo ético por ejemplo).
"El pecado" entonces, en esta línea de pensamiento nuestra es la acción abstracta ("el mero humo" mental sin fuego alguno en lo real). Si no se sigue esta línea, se cae en el perimido dualismo maniqueo, gnóstico y cristiano, de un accionar inferior, cuyo mal es ser "mal intencionado" (o sea, no tender a lo divino, sino a lo mundano), y un actuar éticamente superior y tendiente a lo alto, un acto "espiritual", divino, en el aire y no en la materia, que desemboca precisamente en el acto abstracto utopista como "ideal del bien ético" y que para nosotros es justamente el "ideal del mal ético": el acto nunca aplicado y siempre alejado de la realidad, siempre utopía.
La tan mentada y alabada "utopía" es justamente un desvío ético, es el no tener un lugar donde arraigar los actos en ningún lado. Por ende, es "el acto imposible" de hacerse acto, la pura maleabilidad, la pura potencia que es paradójicamente impotente; porque es arcilla sin modelador, hierro ardiente sin fragua donde golpear, eternamente pedazo inacabado de hierro, nunca lanza, nunca escudo, nunca azada de labrador.
Si este concepto de lo utópico llegó a ser encumbrado como fin ideal es debido a la tradición religiosa cristiana que lo justifica en términos de "acto milagroso". Allí donde mora "el acto imposible" mora Dios, que es precisamente el único capaz de llevarlo a cabo a pesar de la realidad, sin importar en absoluto la realidad que lo hace imposible. El creyente cree que allí mora su Dios, en el milagro, en el acto imposible puramente abstracto, y el humanismo de la naciente modernidad con los Tomás Moro de la vida secularizan ese concepto del "acto milagroso" divino en el acto milagroso de la razón humana abstracta.
Si se quiere romper con el dualismo de naturaleza y supranaturaleza cristiana, hay que romper con su "acto divino milagroso" (supranatural) y su derivado laico "el acto racional abstracto", la legalidad vacía pura e inaplicable que atenta contra la vida, y que por ello busca someterla y anularla (porque no puede hacer pie en la realidad mientras la vida concreta exista opuesta a su pura abstracción; resultado: recreamos una nueva realidad que sí se amolde a lo abstracto, en vez de adaptar lo abstracto, forjándolo, a la realidad).
El que desea lo imposible en realidad es el que cae en el mal ético. Pues termina con el abstractum como ideal, que ya vimos era lo imposible y ya vimos nos lleva al "milagro" y a Dios como justificante de ese acto imposible, laicizado en "utopía", finalmente aplicado como terror marxista: desear lo imposible es negar la realidad a muerte... a muerte de la realidad, exterminando el pueblo que no nos gusta para "recrearlo a imagen y semejanza" de ese imposible utópico de nuestra cabeza.
Lo que desean los grandes son grandes quereres, no "quereres imposibles". Los grandes hombres sueñan con escalar grandes montañas, no con escalar inexistentes montañas en el aire.
Los cuerdos y prudentes son las "amebas". Lo son no porque no pidan lo imposible, sino porque piden "golpecitos suaves de la realidad", la pequeña felicidad del último hombre, la interpretación de la felicidad aristotélica como "medianitas", mediocridad cobarde moderna. En suma, no es porque no pidan lo imposible (lo imposible nos lleva al error cristiano), sino porque piden lo fácil que son malos moralmente.
Un alumno educado haciendo sólo ejercicios fáciles de matemáticas nunca alcanzará a cumplir su naturaleza aristotélica, no actualizará sus potencialidades... Pero el que hace ejercicios sin solución (verdaderamente imposibles), menos potencialidades aún podrá desplegar y más frustrado quedará y resentido con la matemática (y en este caso, con la vida).
Es un querer soberano porque es fuerte. Su fuerza y resistencia, o "templanza" llega a punto tal que no teme ya a ningún golpe de la forja. Nada podrá quebrarlo. Su no temor a nada humano ni a morir viene de su autoconsciencia: ya sabe que su destino es ser la punta de lanza filosófica que abra el camino, y "morirá" como lanza erguida clavada sobre el suelo. No tiene miedo porque sabe que el destino de toda lanza es terminar partida contra un escudo en batalla. Así es la forja de la vida de la lanza. Y esa es la forja que le corresponde. Sócrates puede ser lanza porque lo forjó un pueblo altivo y desafiante. Tiene que dar las gracias por ello. Otro pueblo mediocre lo hubiera templado con golpes de mediocridad, títulos universitarios mediocres y viajes a Congresos fatuos. Eso sí sería el suicidio.
La cicuta fue simplemente la aceptación de que la lanza de tanto chocar contra los escudos enemigos algún día indefectiblemente se rompería. Y la lanza entonces es feliz, porque acaba su existencia como lanza, y no como palo y metal a la deriva sin actualizar su potencial.
Reconozcamos aquí al verdadero Sócrates que es el anti-Cristo: son sus discípulos y comentadores los que describen su "apoteosis" como un martirio bajo la perspectiva del pathos, como una mera antelación de la pasión de su Cristo. Pero Sócrates ha sido desfigurado por sus "viudas" y por el llanto cristiano.
Mientras Jesús gime en la cruz pidiendo ayuda a su padre en el cielo (reclamando en un momento, resignado en otro) Sócrates tiene no sólo la "paz" del alma, el elemento pasivo que acepta el propio destino, sino la voluntad aristocrática de llevarlo a cabo activamente, como Aquiles que marcha a Ilión sabiendo que va indefectiblemente a perecer. Sigue así el ethos de todos los guerreros que van a la batalla en busca del desafío, de la primera fila: el que baja antes de las naves, el que trepa antes los muros, todos predestinadamente condenados, voluntariamente condenados. Porque son guerreros y es su natura. La filosofía de Sócrates no acaba pidiendo ayuda al cielo ni diciendo "soy el Che, no tiren, valgo más vivo que muerto" (el Che, un Cristo moderno), sino que acaba con la ataraxia del samurái en su seppuku y del Senador romano que se abre apaciblemente las venas. No hay gimoteo, ignorancia del sentido del acto, resignación postrada de último momento propio del perdedor; hay deber y satisfacción con el camino elegido, que implica el final elegido, honor aristocrático contra pathos esclavo.
¿Pero qué puede entender un cobarde esclavo de morir en combate? Para él la vida es sólo sufrimiento, y otro tanto así le será a él la muerte...
No hay un individuo ni pueblo potencia natural y pura sin forjar. Todos, hasta el más pequeño está bien o mal forjado (actualizando sus potencialidades, o siendo desperdiciado sin actualizar nada ante un mundo mediocre que no las exige, no las permite y no las habilita).
Somos nuestros hábitos, porque somos eso que visiblemente se ha forjado. Pero aunque no hay nada oculto, no hay materia prima informe escondida en nuestro ser, sí somos eternamente forjables mientras uno viva. Lo forjado es en sí mismo materia prima a trabajar y reforjar. Un Platón joven, uno adulto, uno viejo. Varios Platones que forjaron varios Platones...