¿Cómo concebir una nación?
Continuamos la publicación de “Hacer el amor y la guerra: concepto de una filosofía nacional-revolucionaria” (2/3), primer capítulo de “La libertad soberana”, el nuevo libro de Esteban Montenegro que se publica en exclusiva por el Instituto Trasímaco. Suscríbanse para no perderse de nada. Leer la primera parte.
Usualmente, uno se apresuraría a responder la pregunta por la nación sometiendo la cosa misma a los parámetros del método de la disciplina que la abordará, histórica o conceptualmente. De este modo correríamos a ver cómo se conformaron las naciones en los albores de la Modernidad europea o a ver qué dijo Renan o alguno de los manuales de ciencia política al uso. A veces, la filosofía ha emprendido un camino distinto, de carácter exploratorio, tomando como hilo conductor la etimología de la palabra de aquello por lo que se pregunta. De tal modo se intenta descubrir lo que ha quedado olvidado al acoplarse unas interpretaciones a otras a lo largo del tiempo. En este caso, la extendida denominación de raíz común en el mundo de las lenguas de habla indoeuropea quizá nos permita intuir ciertas características inadvertidas del tema de “lo nacional”, y elaborar a partir de ello algunas hipótesis.
Comencemos por el origen del vocablo latino “natio”, derivado del verbo “nasci” (=nacer), en cuya forma arcaica “gnasci” se refleja claramente la raíz indoeuropea “gen-” (=dar a luz, parir). De ella derivan también las palabras españolas “gen”, “gente”, “gentil”, “genuino”, etc. Y, a su vez, del participio de “nasci”, “natus”, viene la palabra “naturaleza”. Por otro lado, llamaremos la atención respecto del sufijo “-ción” que proviene del “-tio” latino, y que denota la “acción y efecto” de algo. Rápidamente entonces llegamos a la idea de nación como acción y resultado de engendrar, como sinónimo de “concebir” y “nacer”, con lo que se refleja de manera evidente todo el campo semántico de su raíz. Es, entonces, por una determinada acción y efecto de engendrar por la que somos reconocibles por un otro, no como individuo, sino como pertenecientes a una familia o comunidad determinada. Dicho de otro modo, el vocablo “nación” denota nuestra condición de ser naturales, de ser hijos, de un pueblo determinado.
Incluso, en la etimología de pueblo encontramos que, en primera instancia, populus era el conjunto de ciudadanos jóvenes, es decir, aquellos capaces de portar armas y tener voz y opinión política, pero que no ejercían el gobierno, a manos del Senado romano. El pueblo es, pues, el sujeto en función del cual hablamos de una “acción y un efecto de engendrar” adecuada a él. El pueblo es siempre “la generación venidera” en virtud de la cual los “adultos” se imponen el imperativo de ser nación, de dar a luz. En efecto, la analogía está clara, sólo el querer de una madre por su hijo es absoluto e incondicionado y no espera nada a cambio. Por eso la sociedad menos progresista de la historia de Occidente, la espartana, ponía en alta estima la capacidad de engendrar porque se había anoticiado de que “sólo una mujer espartana engendra hijos espartanos”. No por otra razón, fueron las mujeres más libres y fuertes de toda Grecia, porque fueron las más responsables ante su pueblo, es decir, ante su porvenir y ante su propia potencia sexual e instintiva.
Con esto parecería que hemos arribado a una obviedad y que el camino recorrido es bastante banal, si no fuera porque la hegemonía intelectual de nuestro tiempo rechaza expresamente la continuidad y la comunión entre naturaleza e historia, a la par que intenta negar nuestra misma condición material: la participación de nuestro propio cuerpo en la conformación de nuestra identidad personal y comunitaria. Todo lo cual nos lleva a preguntarnos, ¿por qué la proximidad a todo lo natural, y lo natural mismo como concepto, resulta “asqueroso” para nuestro tiempo?
Aquí ensayamos la siguiente respuesta: puede tratarse de un rechazo a la vida inscripto en los mismísimos orígenes de la tradición occidental, instituida en torno a las fuentes de “Atenas” y “Jerusalén”. La mujer y lo femenino en su dimensión natural y engendradora, y por extensión la “reproducción” de lo humano y cuanto hay de instintivo en lo que somos, la unión “pecaminosa” entre hombre y mujer, ¡nuestra sangre!, concita la repulsa de conservadores y progresistas por igual. El tabú de la sexualidad en Occidente funciona como un dispositivo del poder al día de hoy. El mito de la “liberación sexual” es el último entre ellos. La tragedia de Antígona parece seguir cifrando entonces el devenir entero de nuestra civilización. Identificada con la “barbarie” se trataría en realidad de la “cultura”, sin más, la que por su dimensión etimológica y semántica significa lo mismo que “nación”. La razón de Estado encarnada en Creonte, la “civilización”, ha venido recogiendo los motivos de una creciente abstracción y desarraigo de los vínculos naturales, que no son, sino con suma deficiencia, reemplazados por vínculos institucionales, políticos o técnicos de segundo orden.
Contra el “saber” de estos artificios se rebelan nuestras mejores tradiciones y nuestro deseo. La arcaica religión de los pueblos indoeuropeos, cuando no se habían alienado aún de su propio Heimat [hogar primordial], era el culto a los antepasados. También los pueblos nativo-americanos ponen en una dignidad muy alta la fecundidad y la “maternidad” de la tierra (más allá de las mistificaciones que haga de esto el materialismo espiritual new age). Ahora bien, cuando lo “pagano” es sojuzgado por el universalismo de las religiones del libro o la metafísica (incluyendo la postmodernidad filosófica, con sincero perdón al resto) algo se pierde: el sentido de la vida en su estrato fundamental, el sentido de una vida en común que emanaba de las funciones mismas de la comunión de la propia tierra y el propio clan y que no superponía a ello exigencias exógenas de orden metafísico o estatal. “La acción y efecto de engendrar” lo que somos, la nación, debería poner, a nuestro juicio, las instituciones del Estado y la religión a su servicio, e impedir que ocurra lo contrario. El universalismo debe ser desterrado. La soberanía, como principio “universal” que lo rechaza, supone la pluralidad y, por tanto, ha de ser más bien un principio “pluriversal”. Sólo sobre este sólido basamento puede fundarse una política distinta, que atienda al interés profundo, auténtico, de los pueblos. Es en este substrato, constituido en torno a prácticas específicas que suponen un rico bagaje de símbolos y tradiciones compartidas, donde se anudan la ética con la naturaleza humana y el sentido de lo trascendente. Desde el cortejo, pasando por la crianza y la formación del carácter, hasta la transmisión de valores y tradiciones espirituales todo acontece primero en la familia y en el grupo inmediato de la tribu o clan en que ésta se inserta. Es desde y hacia allí que, a nuestro juicio, debe concebirse el ordenamiento de todo lo demás.
El significado de lo que una nación puede ser descansa entonces en su raíz: en la relación sexual y afectiva entre un hombre y una mujer que se estabiliza gracias a parámetros aprendidos y transmitidos por el saber de generaciones enteras. En ello obra tanto lo innato como lo adquirido, la naturaleza como la cultura, y el espíritu. Imponer un manto de piadoso pudor sobre el asunto, para que lo juzgue un sacerdote o el Ministerio de Educación con sus catequistas de género, supone negar la soberanía y el saber que al respecto tiene cada cultura. No se trata, pues, de que se meten con nuestros hijos; se trata de que se meten con nuestra madre, la nación, que por naturaleza es sexuada (mujer, pues su potencia reside en su capacidad de concebir, de parir) y es escuela de generaciones: es cultura. Lo que desaparece con el tabú de la sexualidad como instrumento de poder pastoral, por más liberador y progresista que se reclame, es la dignidad de la condición natural de ser mujer, y la nación misma, en cuyo vientre y en el de nadie más se engendran los pueblos.
¿Cuál es el aspecto revolucionario de la filosofía nacional tal como lo entendemos necesario a la luz del presente? Simple: es la inversión por los medios que fueran necesarios de un orden social y político que significa, a su vez, la inversión del ser nacional, atentando contra “la acción y efecto de engendrar” no sólo el pueblo que somos, sino también el pueblo que queremos ser. Pero, además, es un cuestionamiento de la validez universal de lo que podríamos llamar un “nacionalismo” de adscripción, cívico o meramente identitario. En este sentido, no se defiende simplemente la idea de la reproducción de una identidad heredada, aunque sea algo elemental que por supuesto aquí promovemos en líneas generales. Para asegurar aquello, sin embargo, no alcanza encuadrarse en función de haber nacido en un mismo espacio o de pertenecer a una misma sangre. Los conceptos masificantes y sin rostro de lo nacional, en nuestra opinión, deben ser superados. La filosofía nacional que aquí promovemos debería asentarse sobre la tarea de educar en lo mejor, para lo mejor, y contra “lo que hay”. Por eso, el nacionalismo realmente existente siempre está errado desde el punto de partida porque, en nuestra opinión, no tiene sentido ni dignidad alguna la acción y el efecto de engendrar cualquier cosa, cualquier clase de pueblo, ni simplemente reproducir lo que somos tal cual somos, en una suerte de narcisismo o “individualismo” de escala internacional. Ha de asumir como propia, para nosotros, y a contramano de ello, la exigencia de una vida superior, es decir, una tradición con una vara alta. Se trata de afirmar el carácter nacional, pero jalonado por la libertad soberana que postulan los mejores entre los propios, a los que cabe denominarse genios, modelos o líderes. Se trata de querer un pueblo que pueda quererse a sí mismo absolutamente mejor, no respecto de otros, sino respecto de lo que es él mismo hoy e incluso de aquello que fuera en el pasado.