¿Qué es una nación?
Una propuesta para salvar a la Argentina de los falsos nacionalistas y replantear los significados del concepto moderno de nación
La pregunta por la nación es insoluble dentro de los planteos metafísicos realistas.
La suposición de que es posible comprender lo que las cosas son "en sí", exterior y objetivamente, supone que existe un punto de vista universal, el así llamado "ojo de Dios", del que el hombre podría participar, enajenando todo lo que tiene de propio para poder acceder a él. La presunta neutralidad valorativa de la ciencia o la suspensión del juicio en la fenomenología suponen esta misma actitud de base. En el mismo sentido, hay quienes, en vez de pensar que el mundo podría responder a su voluntad, creen que existe un orden de esencias objetivas al que debemos corresponder primero. O sea, solo saben obedecer. Ven la "grilla" del mundo y eligen pararse donde "les corresponde" para luego forzarse a entrar en el estereotipo.
Un claro ejemplo nos lo otorga Alberto Buela. Llama "tradición nacional" a lo escrito por Sarmiento, Hernández y Lugones, quienes constituyen el canon de la literatura impuesto por el Estado. Nada contra estos genios, al contrario, pero ocurre que la mitad de los argentinos, de hecho, llegaron a este territorio después de que estén escritas sus obras.
La pregunta sería entonces si existe algo así como una Argentina cosa, objetivamente, y si es una casualidad que su caracterización coincida con cierto canon literario puesto al servicio de la razón de Estado. Esbozado el insoluble problema de fondo, permítasenos plantear otro punto de partida…
Proponemos empezar, y tan sólo sentar las bases del problema, diferenciando conceptualmente entre nación antropológica y políticamente hablando.
La nación antropológicamente hablando es la gente que se te parece, con la que estás emparentado. Es "la tribu" o familia ampliada, la etnia a la que uno pertenece y supone lazos naturales, es decir, de sangre, lengua y cultura entrelazadas por una historia común. De hecho, esto señala el origen etimológico mismo de la palabra “nación”. Si tenemos que señalar una referencia histórica del surgimiento de este concepto naturalista, comunitario y no-político de nación, al punto incluso contraponerse a lo estatal, podemos hacerlo en torno a la obra de Johann Gottfried von Herder, que influyó en el romanticismo argentino y que tanto interés despertó en nacionalistas de distinta impronta, como Carlos Astrada y Fermín Chávez.
Por otra parte, la nación políticamente hablando o la “mera nación política”, por su parte, es la concepción liberal, voluntarista y contractualista del asunto, que sostiene que existirá una nación mientras exista la intención de vivir en conjunto de los ciudadanos que la conforman. Dicho de otra manera, gira en torno al Estado entendido como el resultado de una forma de asociación libre o contrato social. En este caso lo compartido por los ciudadanos son una serie de valores y una cierta memoria común, que va de la mano del respeto por la constitución que adoptan para regirse, todo lo cual sería prescindente del origen cultural o étnico de sus miembros. Las referencias son claramente los contractualistas franceses pero, aunque algo posterior, quedó vinculado a este concepto a la conferencia “¿Qué es una nación?” de Ernst Renan, que afirma que la nación es “un alma” o “principio espiritual” y descarta todos los elementos de la definición herderiana haciendo hincapié en la disposición subjetiva a reiterar glorias pasadas como el eje articulador del concepto de nación.
Si bien está claro que se trata de significantes distintos, que se pueden contraponer, pues uno gira en torno de una etnia que constituye de hecho una comunidad natural y el otro en torno de un Estado-nación artificial que constituye el proyecto de una sociedad conformada por individuos o grupos diversos que voluntariamente conviven, también podemos entenderlos complementariamente como los aspectos material y formal de una misma nación, o como encarnando cada uno respectivamente la intensidad y la extensión del campo semántico del término. Todo depende de para qué se introduzca la distinción y de quién lo haga.
En la discusión actual entre etno-nacionalistas y nacionalistas cívicos puede verse fácilmente cómo la mayor parte de los últimos insiste en considerar que la restricción de la nación a un solo grupo étnico supone una disminución de la fortaleza (geo)política del conjunto, cuando no directamente abrir la puerta para una fragmentación política al estilo yugoslavo (encontramos una interesante reseña y aporte a la discusión aquí). Pero, hagamos el ejercicio de pensar en sentido contrario. Es decir, supongamos el caso donde una nación, políticamente entendida, un Estado, atenta contra la supervivencia de la nación antropológica a la que pertenecemos. ¿De qué nos serviría en tal caso ser leales a un país en el que no hay lugar para nuestra gente, para nuestra forma de ser y para todo lo que configura nuestro medio existencial inmediato? En otras palabras, ¿por qué querríamos luchar por fortalecer un Estado o una nación en la que nos sentimos extranjeros, y bajo cuyo yugo seremos reemplazados demográfica y políticamente por otra(s) nación(es)? Con estas preguntas queremos dejar en claro que la validez de una posición u otra cambia dependiendo del contexto, pero que hay una mayor fuerza de apelación en el nacionalismo étnico por razones naturales.
¿Qué nos interpela con mayor fuerza? ¿Ser leales a las incontables generaciones de antepasados con las que compartimos algo no mediado por ningún "afuera" y ninguna ideología, es decir, la etnia, o ser leales a "cualquiera que habite dentro de las fronteras del Estado y comparta un mínimo de valores comunes"? La respuesta depende de si uno adopta una versión natural, inmanente e instrínseca, o una ideológica, trascendente y extrínseca, de lo que ser "nacional” significa.
Y obviamente con esto no queremos invitar a una posición etnonacionalista de tipo determinista. Nuestros antepasados no creyeron todos lo mismo, ni formaron parte de las mismas naciones políticamente hablando, muchos tomaron la decisión de cambiar de ideología o de migrar en un momento dado, pero en ese marco amplio de posibilidades culturales y políticas propias de mi nación antropológicamente entendida me encuentro más a mí mismo que entre los antepasados de los mejicanos, los indonesios, los árabes o los chinos, por ejemplo. En ese sentido, el reciente fracaso del proyecto multicultural alrededor del mundo no parece ser un mero problema de falta de integración y de apego a las leyes. El caso modelo de Suiza, que para el nacionalismo cívico probaba la posibilidad de la existencia de una “nación a voluntad” donde la diferencias conviven mancomunadas, soslaya el hecho fundamental y obvio de que se trata de naciones étnicamente europeas aunque no compartan religión ni idioma. Otras de las “naciones a voluntad” como Francia, Estados Unidos o la propia Argentina parecen mostrar lo endeble del proyecto cívico liberal cuando se deja de planificar debidamente el factor demográfico como sugerían sus padres fundadores, y ni hablar cuando se lo hace deliberadamente para destruir la homogeneidad relativa de su núcleo fundador.
Sin una definición mínima de lo nacional que se afirme fundamentalmente en la materia del asunto, en el sustrato demográfico y biocultural del que brota toda ulterior consideración de tipo institucional o económico, estaremos construyendo castillos en el aire. Ya la filosofía política clásica afirmaba que existían ciertos regímenes de gobierno que funcionan mejor en ciertos pueblos, mientras que en otros, no funcionan en absoluto. Si a esto sumamos el problema acuciante que representa la inmigración masiva como arma de desestabilización y de gobierno a través del caos a manos del establishment político occidental, el resultado es que no considerar el problema etno-político en absoluto nos vuelve cómplices del genocidio que sufren nuestros pueblos. El miedo a ser señalado como “racista” por plantear estos temas es un efecto disciplinador de la hegemonía racista realmente existente: un tipo de racismo políticamente correcto que se dirige contra todos los eurodescendientes, exclusivamente.
Por otro lado, lo anterior no quita que haya que renunciar a luchar por tener una nación política en la que nuestra tribu pueda sobrevivir, prosperar y realizarse. Ahora bien, si Argentina como nación política llegó a parecer inviable, en buena medida se debe a errores pasados. Razón por lo cual no tiene mucho sentido ir acríticamente hacia atrás a buscar cual es la "norma ISO de la argentinidad" en proyectos de país fracasados, que no concibieron adecuadamente su razón de ser porque giraron en torno a un nacionalismo cívico genérico, meramente político en el sentido más institucional y estatal del término, barnizado de religiosidad e hispanismo en algún que otro caso. Por supuesto esto atañe especialmente a los que piensan que la redención nacional se reduce a industrializar el país o a que no falte comida en la mesa, mientras promueven una política suicida de fronteras abiertas. Un dislate al que ha ido a parar la mayor parte de los autopercibidos “nacionalistas argentinos” y al que hemos criticado por constituir más un “soberanismo patrimonial” estatalista que un auténtico proyecto nacional.
Lo cierto es que si indagamos tanto en el asunto es porque el sentido de “ser argentino” no está demasiado claro en el presente. Aquí en el Instituto nos parece que la pregunta “¿qué es ser argentino?” jamás tuvo respuesta por la creencia en que cualquiera puede serlo. El colmo de esto es que nuestros más egregios “nacionalistas” sostienen sin que se les caiga la cara de vergüenza que “el argentino nace donde quiere”. Por eso creemos que la pregunta a formular no es “¿qué es ser argentino”?, o por lo menos que no debe formularse de esa manera. Primero porque no es una "cosa en sí" (nada lo es). Segundo, porque cualquier definición o versión de lo argentino es parte de una disputa política siempre abierta. Cosa que no entienden los que primero agarran las definiciones de lo nacional de otros y se adaptan a ellas pasivamente. Como los que, que antes de preferirse a sí mismos, ya habían aceptado la definición "Billiken" de ese "sí mismo": católico, gaucho, con sombrero y mate en mano, criador de caballos, jugador de taba, picaresco y sobrador, etc.
La pregunta que nos previene de los esforzados imitadores de la imitación es “¿quién debería ser considerado argentino y quién no?”. No es descriptiva, sino prescriptiva. No es metafísica u ontológica, sino pragmática. No es “de inclusión”, sino excluyente. No es académica o científica, sino política. Solo se puede empezar a saber en qué consiste la personalidad de alguien o de algo, cuando se lo puede diferenciar de otros por su aspecto, por la tendencia que marca en el tiempo su forma de vida. O sea, diferenciando no ya hechos duros pseudo-científicos como intentaba el racismo decimonónico, sino hábitos y potencialidades manifestadas a partir de una herencia relativamente determinada.
¿Qué significa esto? ¿Cómo se podría prescribir quién o cómo debe ser un argentino, entonces, con cierto tacto etnonacionalista y sin caer en el esencialismo abstruso de los supremacistas flojos de papeles? Hay que empezar por no concebir nuestro pueblo, nuestra etnia, como algo fijo y ya hecho, anclado en los genes o en la pertenencia a determinado espacio cultural, sino como un espacio de potencialidades hereditarias abierto al futuro, sobre el cual debemos ejercer efectivamente nuestra voluntad de ascensión y mejoramiento. Pero, también, si queremos seguir siendo argentinos deberíamos pensar qué tipo de decisiones políticas garantizan la pervivencia étnica del núcleo fundador de nuestra República y hacerlo atendiendo a los desafíos que enfrenta el escenario internacional contemporáneo. En ese sentido hay que reconsiderar positivamente la preferencia por la inmigración europea consagrada en nuestra Constitución, comparando la experiencia de asimilación de esas comunidades inmigrantes con las promovidas durante la segunda mitad del siglo veinte y principios del veintiuno. Lo cierto es que la integración sólo existe cuando lo que se integra es relativamente homogéneo y cuando el volumen de la inmigración realmente heterogénea no es lo suficientemente grande como para que se formen guetos en los que estas comunidades intenten replicar su forma de vida, ajena a la del país receptor. Con esto queremos decir que nuestra perspectiva de apropiación cívica del etnonacionalismo consiste en considerar al pueblo como el resultado de un acto autoconsciente efectivo que se propone un camino de autorrealización y de autoelevación política.
La población se planifica. Nada distinto sugería con maestría el gran Juan Bautista Alberdi, olvidado y denostado por el “nacionalismo” pero que, si consideramos la perspectiva propuesta aquí, debería ser considerado alguien mucho más soberanista que todos los que hoy se cuelgan de Rosas y Perón para terminar proponiendo candidatos coreanos e inmigración africana. ¿Por qué? Porque, en efecto, si bien Alberdi propuso una Constitución que fundaba una nación política de estricto modelo liberal, sin parámetros restrictivos de tipo étnico o cultural, dejó hechas también clarísimas recomendaciones de atender al asunto promoviendo la inmigración de población europea lo más civilizada posible.
Recuperando el espíritu alberdiano, deberíamos tomar consciencia de que lo “argentino” lo tenemos que definir y hacer nosotros mismos en función de nuestros propios intereses como pueblo, atendiendo a las necesidades políticas del momento, y sin esperar a que lo haga otro. Por esa razón, y para superar la oposición entre nacionalismo étnico y nacionalismo civil, ya no alcanza con restaurar y/o respetar la Constitución alberdiana y dejarla intacta, dados los desafíos que suponen las políticas globalistas y cómo estas instrumentan agendas de género, climáticas y migraciones masivas que tienen por objeto atentar contra la reproducción de las naciones antropológicamente entendidas. Este escenario de natural confluencia entre soberanistas y otras tendencias expresadas en las nuevas derechas lo dejamos planteado en otro lugar. ¿Qué propondríamos nosotros en este sentido, tomando un claro sentido prescriptivo? Redefinir y jerarquizar la ciudadanía argentina, con un fundamento étnico relativo, aunque no exclusivamente. Para tal fin pueden concebirse medidas como las siguientes:
Restringir el derecho a la nacionalidad argentina y a los derechos políticos y sociales que ella otorga por ius sanguinis. Es decir, establecer como única forma “automática” de acceder a la ciudadanía argentina el hecho de acreditar al menos dos abuelos argentinos, con una línea de corte temporal máxima. Podrían admitirse como excepción solicitudes de nacionalización de aquellos inmigrantes legales que tengan probados aportes al país, sostenidos en el tiempo, y compartan nuestro perfil cultural.
Remigración de todos los extranjeros que delincan o habiten el país en situación irregular o “legalizada” por los laxos criterios de las gestiones políticas previas, con especial ojo a los que viven en asentamientos irregulares usurpando tierras.
Respecto de los extranjeros que quieran seguir habitando en el país en forma legal, deberán establecerse nuevos criterios, mucho más estrictos, para acceder a la residencia o renovarla. Por ejemplo, acreditar fuente de ingresos legal, domicilio legal (nada de usurpaciones “normalizadas” por gobiernos anteriores), pago de servicios públicos e impuestos municipales, etc., todo lo cual no otorgaría derecho a cobrar derechos sociales ni a votar. Además, la salud y la educación para extranjeros debería ser paga y solo gratuita para ciudadanos.
Debería establecerse un estricto control de las fronteras y detener todos los flujos migratorios que no enriquezcan al país ni coincidan con el perfil cultural del mismo.
Al mismo tiempo, a través de las misiones diplomáticas argentinas, se debería promover la radicación de familias eurodescendientes del resto del mundo en suelo argentino, con incentivos específicos para hacerlo en la ruralidad y el interior del país.
Entiéndase bien, estas solo son algunas medidas hipotéticas que permitirían avanzar sobre el problema prácticamente hablando de quiénes somos nosotros mismos, con frecuencia planteado solo hacia atrás y en abstracto. Por supuesto, alguno podrá decir que esto "es arbitrario y muy feo". Pero es lo que hicieron todos los que alguna vez dieron “una definición” de "lo argentino": imaginarla y proponerla como finalidad de una serie de acciones tendientes a realizarla. Aunque tenga apariencia de principio, y lo sea, no hay que interpretarlo en un sentido de anterioridad temporal: no está en el pasado, aunque hallemos en él momentos, gestos y figuras que nos inspiran, sino en un futuro que nos proyecta a nosotros mismos en una situación renovada.
Este movimiento natural lo podemos reconocer a lo largo de nuestra historia, no en el qué, sino en el cómo. El carácter argentino viene de lejos, y siempre ha sido la punta de lanza de un proyecto civilizatorio mucho más vasto, respondiendo ocasionalmente a distinto signo, pero nacido siempre de un tenaz espíritu de Conquista (la de América o la del Desierto, por ejemplo), y quizá más fundamentalmente de Reconquista (de la península ibérica, de Buenos Aires en su segunda fundación, de Buenos Aires también durante las repetidas invasiones inglesas, de todo el virreinato y de Perú durante las Guerras de Independencia, de las Islas Malvinas). En ningún caso el resultado restauró una situación anterior, sino que inauguró una nueva o intentó hacerlo.
Ya de viejo, habiendo hecho experiencia de la inutilidad congénita del nacionalismo católico y del fascismo vernáculo, Nimio de Anquín sugirió que el nacionalismo que todavía tiene futuro en nuestro país, sino el único posible, es aquel que, hecha la crítica de la metafísica, se anude a un sólido principio fundante de carácter “terrenal” (es decir, no a uno “celeste”). Retomando aquel hilo por nuestra propia senda, y llevándolo más allá, este otro nacionalismo que proponemos no blande ideas que se correspondan con “la realidad”, pues de hecho encuentra que nada de aquello en lo que cree tiene lugar en ella y que en lugar de adaptarse, entiende necesario rebelarse contra lo que esta realidad le plantea como “natural” o “necesario”. No se contenta con ser la franquicia de esta o aquella categoría abstracta, pues no se concibe como la adaptación argentina de un contenido “necesario” desde un punto de vista universal. Por el contrario, para la perspectiva metafísica realista lo que nos diferencia y nos particulariza es siempre algo “accesorio” respecto de aquello que vendría a ser una “esencia” genéricamente humana. Por eso, el único nacionalismo que puede ser realmente tal es uno que no se conciba adjetivo de un sustantivo otro (la libertad, la igualdad, la humanidad, lo católico, la clase, el trabajo, etc.) y que parta de una expresión de lo más singular de nuestra potencia y de nuestros deseos como pueblo: reconquistar nuestro propio espacio territorial, cultural y político, para fundar nuestra civilización, en un movimiento vivo de afirmación en la situación actual, cuyo eje fundamental y articulador es nuestra voluntad de reconquista, que hago mía porque tengo fe en lo que soy.
Apostilla para filosofantes
El mundo que hay siempre y en todo caso es "mi" mundo limitado, pues solo hay conciencia de algo otro a través de "mi" experiencia de ello. Lo que señalo al querer ir hacia afuera no es más que el objeto de una intención de mi propio mundo de sentido, al que pertenezco. Yo me hago individualmente en y con mi mundo, de acuerdo a los hábitos, forma de ser e intenciones, que conforman mi experiencia en y con él.
Pero yo no estoy limitado por él, porque mi "saberme-consciente" es condición de que toda experiencia sea mía y está presente en todas ellas. Ese registro de lo que me pasa entraña la posibilidad de tomar decisiones. Tenemos libertad, relativa a una historia, pero libertad al fin. Por eso soy responsable de mi experiencia, porque siempre tengo la posibilidad de cambiarla o incluso de ponerle fin. No solo es posible lo que es y siempre tengo la posibilidad de elegir no ser. El movimiento, mi vida, mi mundo existe por una necesidad interna de carácter libre. A ella pertenecemos de manera tácita (inconscientemente) o de manera plena, si nos ejercitamos en el ser-conscientes de lo que somos en toda experiencia.
Ni "yo" ni "mundo" son cosas discretas, nada lo es. Son posiciones de la libertad viviente e histórica que somos, en movimiento, adoptando distintas figuras y revelándose siempre por dentro y para sí.
La crítica de la metafísica retorna entonces a su fuente para reconducir el desvío occidental hacia ella. Aristóteles decía que "vivo" está todo "lo que tiene el principio de su movimiento en sí mismo", algo imposible de concebir en un mundo "creado", donde el movimiento ocurre "solo de prestado" y encima signado como algo "moralmente negativo", a redimir, porque ni interior ni exteriormente se llega a conocer el “plan de Dios” realmente. Por el contrario, para Aristóteles todas las cosas tienden a su propia perfección y su "Dios" no es creador (para los griegos el mundo es eterno), sino que está de espaldas al mundo, como el filósofo, en el sentido de que es "soberano" al realizar su propia naturaleza y que la causa de su propio movimiento ya no está fuera de sí, pues opera como un "motor inmóvil", un Axis mundi, a cuya perfección todas las cosas aspiran, pero a través de su forma particular y específica.