Contra el nacionalismo católico
Una respuesta a Emilio Komar a partir de la crítica de la metafísica. La importancia de la filosofía alemana para plantear la pregunta por el ser nacional y por nuestro nacionalismo.
Nos han llegado algunos libros de Emilio Komar (1921-2006), profesor católico esloveno-argentino especializado en filosofía moderna. Sus conferencias vinculan las principales corrientes de la filosofía alemana con la guerra civil europea del siglo XX y, por medio de una exposición crítica de sus principales exponentes, intenta replantear la cuestión nacional desde la filosofía cristiana. Esto nos apela directamente, en tanto pertenecemos a una corriente de la filosofía argentina que a su vez se referencia, fundamentalmente, en los derroteros del pensamiento alemán puesto bajo escrutinio (a través de autores como Carlos Astrada y Nimio de Anquín, entre otros). Tanto es así que en nuestro próximo libro están presentes la mayor parte de los elementos referidos por Komar, tanto los criticados como muchos de los señalados por su perspicaz crítica. En torno al problema de cómo la filosofía puede dar cuenta de lo nacional, la suya representa una indagación valiosa. Sin embargo, su intento de subsumir toda la historia contemporánea en un asunto filosófico es, de algún modo, un ejercicio típicamente idealista y, por ese lado, nos simpatiza, pero no hace justicia al fenómeno mismo del que trata.
En primer lugar, la tesis principal de carácter filosófico que atraviesa sus libros es la que traza una línea de continuidad entre iluminismo, Idealismo, historicismo y vitalismo, entendiendo estos últimos tres movimientos del pensar como avatares del primero, del iluminismo. Lo primero que podemos decir al respecto es que se trata de una interpretación arbitraria: o sea, idealista, pues prioriza su interpretación sobre las diferencias y “subtramas” e irregularidades de los objetos mencionados, sin preocuparse por lo que queda afuera de ella. Sin embargo, es cierto que en las primeras tendencias idealistas e historicistas, e incluso en Hegel, aunque con matices mucho más difíciles de referir, hay un elemento “universalista” heredado del espíritu de la ilustración, expresado en una disputa filosófico-política por el “sentido” y el “sujeto” de la historia concebida como “progreso”. Esta operación supone subirse a la tendencia predominante en la época para disputar su sentido en forma inmanente a su despliegue. Pero la crítica de Komar no pasa tanto por ahí, sino por el problema del sujeto. Según él, en el idealismo, el historicismo y el vitalismo, lo nacional, por un lado, y lo personal, por el otro, se explicarían por mediación de “la Idea”, “la Vida” o de “la Historia” entendidos como entidades hipostasiadas. Por medio de tal operación, nos dice Komar, lo nacional y la persona humana, comprendidos como “momentos” en el movimiento de algo trascendente, quedarían vaciados de toda esencia propia y específica y, por tanto, reducidos a ser meros avatares de algo más, de carácter extraño a su naturaleza singular.
Pero lo que Komar considera una desconsideración “universalista” de “la persona humana” y de las raíces antropológicas objetivas de una nación, por parte del subjetivismo idealista-historicista y/o del vitalista, ¿no puede ser leerse también como una reivindicación de tipo holista, para la cual “el todo es más que la suma de las partes”, y que por tanto se manifiesta contraria al espíritu ilustrado-individualista en sus versiones inglesa y francesa? Si “la vida” o “la historia” habla a través de mi pueblo y su misión en la historia, ya hay una primera rebelión contra el universalismo progresista que es preciso poner de manifiesto. El hecho de que “la vida” o “la historia” no me sean ajenas sino que hablen a través nuestro, cuando estamos a la altura de ello, permite, precisamente, que no tenga que ser mero objeto de un devenir que no me considere como actor vivo de su despliegue. Es decir, implica el rechazo de cualquier patrón objetivo que pueda suspenderse por sobre nuestra voluntad. Desde el punto de vista de estas filosofías, cuando hay algo “universal”, hay algo concreto, que no es solo sustancia sino también sujeto y que no se expresa por igual en todos los individuos, de modo uniforme, cómo en la metáfora de la canilla que usa Komar para criticar una supuesta despersonalización que estaría ínsita en estas corrientes. Esta imagen supone que la persona o la nación serían una mera “canilla” a través de la que fluye “la historia” o “la vida”. Si “la historia” o “la vida” solo se expresan a través de una forma determinada, esta forma misma no es accesoria, ni mero continente, aunque resulte perecedera. Si solo se revelan por dentro, solo pueden ser historia y vida propias: universales, pero concretas.
Por otro lado, frente al espíritu jacobino y centralista francés, el hecho de considerar que el movimiento de la totalidad comprende distintas instancias o momentos parciales como parte de su propio despliegue expresa una idea de totalidad orgánica, plural, de carácter comunitarista, que es totalmente ajena al iluminismo radical en cuyo progresismo hay ruptura con todo momento anterior y destrucción de cualquier vínculo comunitario no fundado en una abstracta “libertad” del individuo.
En cuanto a la idea de que la “persona humana” no tiene existencia por fuera del “todo” del pueblo histórico-natural al que pertenece, ¿traiciona esta consideración realmente “el orden natural”? ¿De donde viene su carne, sino del afluente sanguíneo de miles y miles de ancestros que le antecedieron? ¿De donde viene su lengua sino de miles y miles de hablantes que en comunidad conformaron una lengua y un dialecto históricos que él aprendió por sus padres y congéneres? ¿De dónde viene la tierra que habita sino del esfuerzo sostenido de quienes la conquistaron, de quienes hoy la labran y la defienden de agresores externos? ¿De dónde vienen sus costumbres, su educación y sus técnicas, todo lo que él juzga de valor cultural y materialmente hablando, sino de lo que otros antes que él han establecido como valorable? ¿Qué hay por fuera de todo esto que pueda considerarse una “esencia” de la persona humana, desde un punto de vista antropológico natural? Ser “momento” no niega su lugar a lo personal, solo lo “ubica” en el contexto orgánico que le da vida y sentido como tal y que permite comprenderlo. ¿O existe acaso alguna “persona humana” anterior al pueblo en que nace?
Lo que intentamos señalar es que Komar atribuye una esencia a “la persona humana” anterior al “todo” que la conforma: el pueblo-nación al que pertenece antropológicamente hablando. Él considera que esta esencia es “lo universal” que anida en lo “individual” y que constituye su estructura. Si no fuera así, nos dice, sería imposible cualquier clase de conocimiento racional porque no habría sino fenómenos aislados, únicos e inconexos. Como no es así y existe un cierto carácter típico en todos los seres vivos y en los elementos de la naturaleza, la única forma de hacerle justicia a los hechos, o sea, de ser realista, sería abrazando una “visión creacionista del mundo” (sic). Lo expone rápidamente así:
“Dios al crear las cosas tiene cierta idea, entonces esa idea que se aplica a una multitud de individuos, es después realizada individualmente en individuos concretos. En una determinada especie de individuos se realiza una idea, por ejemplo, la idea del hombre es realizada en infinitos matices, infinitas variantes en una multitud infinita pero siempre todo hombre es hombre. Ninguna variante excede las posibilidades de la única universal especie humana”.
¿Qué se expresa aquí? Indaguemos. La característica propia del pensar metafísico radica precisamente en que la explicación de lo individual es siempre universal (sea que se lo sitúe fuera de él, como en el caso de las Ideas platónicas, o dentro de él, como en el hilemorfismo aristotélico). “Sólo hay ciencia de lo universal”, advertía Aristóteles, porque en todo intento de definición la esencia de lo individual sólo puede expresarse por medio de un predicado, un “universal” que lo iguale con otros casos del mismo género (ej. “Sócrates es hombre”). De hecho, cualquier definición en este orden de pensamiento “arborescente” (por referencia al famoso Árbol de Porfirio) consiste en subsumir todo ente individual dentro de un género y una diferencia específica. Pero, ¿me dice algo el universal “hombre” acerca de Sócrates mismo o más bien por medio de esa definición lo que se confirma es el universal “hombre” a través de Sócrates como caso suyo, y no Sócrates mismo individualmente? Dado que supongo la definición de “hombre” y supongo que Sócrates coincide con esa definición, lo único que añado a Sócrates es una idea que le resulta ajena y cuyo valor reside en igualar a Sócrates con otros tantos hombres a través de este rasgo abstracto. Y cuando lo confronto con ella es solo para confirmar su adecuación a la idea, no para averiguar algo específico sobre él. Incluso si, a su vez, definimos “hombre” como “animal racional”, siguiendo la definición clásica, ¿arroja esto luz sobre Sócrates o sobre lo propio de algún otro hombre realmente existente, individualmente considerado? De acuerdo, pues, a la metafísica clásica de origen griego, no llegamos nunca a lo individual por medio de lo universal y no hay forma de hacerlo. Digamos más, lo individual no representó un tema relevante para la filosofía griega. ¿De dónde viene entonces esa preocupación cristiana?
Komar aclara que, por cuestiones dogmáticas, Dioniso Areopagita, en el contexto de las discusiones doctrinales del primer cristianismo, estableció que: “el ser individual tiene que existir de por sí y entonces no debe confundirse con otro…unión sin confusión, unión con discreción, porque si se confunden los seres pierden su identidad propia”. Y agrega que no podrían confundirse porque de tal forma eso comprometería la dignidad de Dios, que nos hizo a su semejanza. Tenemos pues, entonces, que el origen de la idea de individuo, de la individualidad de la persona humana, es bíblico, de raigambre monoteísta. En la filosofía hegeliana este elemento es también reconocido en los mismos términos, pero no para que la historia del pensamiento se detenga allí.
Lo interesante es que la pretensión de Komar trayendo a colación estos elementos no es defender simplemente una serie de consideraciones de tipo teológico, sino contraponer a la filosofía alemana, idealista, una idea realista de “orden natural”, antropológicamente hablando, en la cual la persona humana, con su esencia individual constituye un presupuesto necesario para toda consideración nacional, por ser la unión de personas humanas, la familia, el fundamento natural de cualquier nación. En opinión de Komar esto es lo que habría descuidado la filosofía alemana, desencadenando toda una serie de consecuencias en el campo de lo político que él caracteriza como propias del “pensamiento revolucionario” moderno. El “totalitarismo”, y lo que en apariencia para el discurso hegemónico esto representa, estaría contenido en su misma base filosófica. Pero si fuera cierto que gran parte de la filosofía alemana no tuvo bases reales de tipo antropológico a la hora de plantearse sus caracterizaciones de la historia y la vida de los pueblos, ¿lo tuvo acaso el creacionismo?
Lo que podemos objetar al respecto es que en el creacionismo abrahámico la humanidad no tiene un origen histórico-natural, sino uno divino (“a partir de la nada”), y “la persona humana” (con un alma y una suerte individuales) es allí anterior y trascendente a todo pueblo histórico. En el mito creacionista del Génesis todo es inanimado hasta que Yahvé “sopla” en lo que hasta entonces era mera materia inerte. ¿Cuál era la sangre de Adán, cuál era su cultura, cuál era su lengua? No hay respuesta para estas preguntas. Por lo que uno podría con toda razón preguntarse: ¿Es humano Adán? Dicho de otro modo, ¿qué es lo que considera “humano” el creacionismo en Adán? El alma suya, eso que le da vida, y que fue creada “a imagen y semejanza” de Dios, de un Dios único, separado, absoluto, aislado en medio de la nada y sus propias fabricaciones. Dios ante el cual todos los hombres son iguales. Es cierto que después “crea” una mujer a partir de él, porque “el hombre no debe estar solo”, pero las mismas preguntas hechas para Adán cabe formularlas respecto de esta primera pareja: ¿es antropológicamente humana? Estas sospechas aplican también al Nuevo Testamento. Leemos en Gálatas 3:28: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois…”. Quizá por esto en lugar de reconocernos como animales a los seres vivos (es decir, en lugar de denominarnos con el término surgido de la idea griega y romana, según la cual “animal” es, como decía Aristóteles “aquello que tiene en sí mismo el principio de su movimiento”) el creacionismo nos llama “creaturas”: creaciones de esencia sobrenatural, que realizan una de las “ideas” de un Demiurgo trascendente.
Lo que viene al caso del asunto es que resulta imposible conformar una idea de “orden natural”, una antropología filosófica coherente, sobre tal base, es decir, sobre la base de un credo creacionista abrahámico. Y esto, lo decimos a sabiendas de que los tomistas intentan apelar a conceptos filosóficos griegos para matizar el dualismo que por dogma deben aceptar para ser católicos. Por ejemplo, el propio Komar parece sugerir una suerte de hilemorfismo de cuño aristotélico en relación a la “persona humana”. Habría que preguntarle entonces qué consideración hay de la “materialidad” de la existencia del hombre en el Génesis y, si no hay ninguna, entonces cómo lo puede seguir considerando palabra de Dios o cómo puede considerarse acorde al dogma una idea hilemórfica de la naturaleza humana cuando la palabra de Dios desautoriza la de Aristóteles. Pero nos importan poco las piruetas hermeneúticas que permitan justificar un dogma de fe. Solo hablamos de esto porque un filósofo cristiano lo postula como argumento. Vayamos entonces a la fe, ¿creen realmente los cristianos que la explicación del Génesis permite encuadrar a la persona humana en alguna clase de “orden natural” coherente con una reivindicación de lo nacional?
Volviendo al principio, el romanticismo alemán, el idealismo, el vitalismo y el historicismo, sumado al influjo específico de Schopenhauer, Nietzsche y Wagner, todo eso puede leerse cómodamente como una rebelión nacional, una reacción antifrancesa y antianglosajona en filosofía y en cultura. Realmente es una interpretación forzada despachar todo esto como mera prolongación del iluminismo. No hace falta estar “de mi lado” de la discusión para reconocerlo. Bastante conocida es en nuestro medio la obra de Fermín Chávez, otro autor católico, titulada Historicismo e iluminismo en la cultura argentina, en la que subraya la importancia de esa confrontación para cualquier planteo “nacional”.
Yendo al otro elemento en discusión, lo “nacional” no existía políticamente en el mundo medieval cristiano. Incluso en su época dorada, algunos católicos defendían el Imperio, otros la Iglesia contra el Imperio (al gran Federico II en plena Edad Media la Iglesia lo declaró “El Anticristo”), y sin nunca haber saldado esa interna, cuando pasó su época de oro, y terminó la Edad Media abrazaron cualquier vehículo político: al Estado Absolutista, al nacionalismo liberal-romántico, al socialismo después, a la democracia liberal a través de la “democracia cristiana”, etc. La mejor explicación católica para todo ello es la de Carl Schmitt en su breve escrito Catolicismo romano y forma política. Pero, ante esa evidente dispersión de regímenes políticos que han recibido bendición por parte de la Iglesia y de la filosofía católica, ¿el “orden natural”, y la consideración natural de la nación, dónde están? Desde un punto de vista realista, hablando mal y pronto, la única constante en este derrotero parece ser la búsqueda de supervivencia del Estado Vaticano y la curia como factor de poder espiritual, porque a ciencia cierta, poco más sobrevive (hasta los dogmas y el rito ha relativizado la Iglesia para seguirle el ritmo a la época). Y, además, eso de nacional no tiene nada. El pueblo de Dios tampoco es una nación política ni antropológicamente hablando.
Entonces, me repito para retomar el hilo: “lo ‘nacional’ no existía políticamente en el mundo medieval cristiano” (y, como hasta lo explicita Carl Schmitt, tampoco existió una preocupación constante y coherente por darle lugar a lo nacional en el resto de la historia de la Iglesia). Aclaro que “políticamente” porque el término “nación” puede referirse a una población determinada por variables antropológicas comunes. Pero de lo que se habla en la obra de Komar me parece es del nacionalismo político, o de la nación políticamente entendida, que es otra cosa y que tanto puede servir a la causa de una nación antropológicamente entendida, de un pueblo determinado, como también no hacerlo. Porque el nacionalismo en cuanto tal surge como un dispositivo liberal iluminista al servicio de la voluntad de poder de la burguesía francesa. La idea de ser todos ciudadanos iguales de una entidad política-territorial determinada es algo moderno, y en primera instancia meramente jacobino y universalista. Por eso la importancia del romanticismo y del historicismo, que empezaron a “rellenar” ese espacio vacío de una ciudadanía meramente declamada o legal (identificada con “los derechos” y “libertades” que proclamó la revolución) con apelaciones de tipo mítico, comunitario, estético, etc. Con eso se fue gestando otro nacionalismo. Mientras que el primer tipo de nacionalismo gravita sobre la sociedad y tiene un carácter civil, impuesto por el Estado, el segundo tipo gravita sobre la comunidad y tiene un carácter mayormente étnico y en principio pre-político. Esta diferenciación comienza a perfilarse como respuesta a la importación del modelo francés vía Napoleón. La reacción anti-napoleónica empieza a adoptar lo que llega de Francia (el nacionalismo), en contra de Francia. Lo cual es algo políticamente lógico, porque no es lo mismo el factor movilizante de morir por “la patria”, que “somos todos” (o sea, habilita la leva en masa), que morir por “el señor” de esta o aquella región, o porque lo manda el emperador y nada más.
Los viejos imperios estaban por encima de lo nacional en cualquier sentido del término, como bien señala Komar cuando reivindica el Imperio austrohúngaro. Pero resultaron impotentes frente a los desafíos económicos, técnicos y políticos que planteaba el momento y, de algún modo, también impotentes ideológicamente frente al avance de la fuerza disgregadora y subversiva del nacionalismo. ¿Por qué cosa en común pelearían un ucraniano, un húngaro y un austríaco? Es difícil imaginarlo hoy para nosotros. Y por lo general la conveniencia no sirve para reforzar lo conveniente. Entonces se presenta la necesidad de tener una línea ideológica para oponer a la ideología que propone el enemigo. Porque, de hecho, la “autodeterminación de los pueblos”, el nacionalismo, era el arma predilecta de la geopolítica inglesa y francesa contra sus enemigos “reaccionarios” (los imperios centroeuropeos, España, Rusia…). Usada arbitrariamente, claro. Porque como todo en política internacional, o sea, en la historia (donde no hay ningún “orden” natural, al menos si por ello se entiende por ello una cierta juridicidad, como reclama Komar), las cosas “dejan de gustar” cuando se vuelven contra uno mismo. Y así pasa con el nacionalismo, e incluso con el socialismo, que deja de ser “políticamente correcto” solo cuando deja de responder a las coordenadas iluministas pautadas por Inglaterra y Francia.
Los “alemanes” probablemente no se hubieran unificado nunca, eran pueblos muy federales, localistas y anticentralistas. Y no lo hicieron porque un día se levantaron con esta o aquella idea universalista, romántica o idealista, como plantea Komar, sino por necesidad. Y esa “necesidad” de hacer algo, de cambiar, para sobrevivir es algo que no responde a un “orden natural” donde cada cosa tiene su lugar, dispuesto por Dios, y desde el cual tendría derecho a exigir reconocimiento ante algún juez imparcial, sino a todo lo contrario. Tiene que ver con la comprobación completamente empírica y realista de que a lo largo de la historia el que tiene más fuerza se impone, si una fuerza equivalente o mayor no lo impide, pasando en consecuencia “el propio lugar” a manos de aquel. Si uno no llama “orden natural” al hecho de que la historia humana siempre estuvo guiada por ese factum, entonces uno es el idealista, aunque en este caso sea un criptoidealismo ingenuo, porque se hace una idea falsa de cómo es la naturaleza, cuando en realidad es otra cosa. En el campo de las Relaciones Internacionales hay toda una línea liberal que se identifica así, como idealista, para diferenciarse del realismo. La idea tomista de “orden natural”, por su parte, ¿tiene o permite acaso una visión realista de las relaciones internacionales?
Incluso sin partir de una visión filosófica idealista o historicista, es posible constatar que, a ciencia cierta, no había “alemanes” antes de la necesidad política de que existiera un nacionalismo alemán, sino solamente en un sentido antropológico relativo. Y esa necesidad política del nacionalismo alemán tenía por objetivo responder al peligro de ser súbditos de unidades políticas iluministas como los franceses o los ingleses. Se unieron entonces para así conservar algo de su idiosincrasia y costumbres, no compartidas del todo entre ellos mismos. Pero haciéndolo salvaban algo, al menos, de su peculiaridad regional y expresaban, a su vez, algo nuevo de sí mismos. Porque, si no tomaban esa decisión, en no mucho tiempo más se habrían vuelto provincia francesa, inglesa o polaca. Entonces tuvieron que cambiar, volverse algo que aún no eran, “alemanes”, políticamente hablando, porque la otra opción era ser súbditos de un poder extranjero.
Es decir, no es que había ya una esencia creada por Dios para “lo alemán” que estuvo escondida en algún lado del pasado hasta bien entrado el siglo diecinueve, esperando que alguien la busque para fundar un Estado acorde, sino que en algún momento ciertos pueblos relativamente distintos, pero con algo más o menos en común, proximidad y afinidad, se unificaron por necesidad y a esa necesidad la justificaron ideológicamente en el lenguaje filosófico de la época, para que resultara eficaz como marco simbólico del nuevo orden y como antídoto a las ideologías que intentaban imponerles desde afuera. No es que existía algo “políticamente alemán” en el pasado, lo cual no quita que se apelara igual a referencias identificadas retroactivamente como “alemanas” por encontrarse en ellas lo que resultaba necesario asociar a esta nueva bandera política.
Para finalizar, resulta curioso que Komar detenga su indagación sobre la filosofía alemana a las puertas del siglo XX, cuando la maduración de un pensar propio, y de la propia cuestión nacional, tomó cuerpo allí finalmente (y no meramente en reacción a la revolución bolchevique) sin abrevar ya en un lenguaje universalista ni metafísico. Allí nos encontramos con un autor como Martin Heidegger, el filósofo más importante del siglo XX. Pero, más precisamente, con lo que Komar supone que solo puede dar la filosofía católica: una antropología filosófica como base para un planteo filosófico-político nacional y antiuniversalista. Expresamente, y en diálogo con las ciencias naturales y sus últimos avances, encontramos toda una nueva forma de indagar lo humano en Helmut Plessner y Arnold Gehlen e, incluso también en grandes figuras de la biología teórica como Jakob von Uexkull y etólogos como el premio nobel Konrad Lorenz. No menos importante resultan los pioneros de la sociología: Tonnies, Weber, Sombart, Simmel. O los exponentes de la filosofía de la vida como Oswald Spengler y Ludwig Klages, entre otros. Nos parece difícil imaginar que el movimiento intelectual y cultural contemporáneo más preocupado por la dimensión identitaria, cualitativa y jerárquica del factor humano, la Konservative Revolution alemana, tenga menos para decir del orden natural, de lo nacional y del hombre, que cierto neotomismo que tiene problemas para articular un discurso coherente acerca de la cuestión nacional por subordinarla a cuestiones de observancia doctrinaria religiosa. Y esto no lo digo solamente yo, sino alguien formado en esa escuela y que terminó abrevando en la filosofía alemana: Nimio de Anquín. Consultado al final de su vida sobre el destino del nacionalismo en nuestro país, este respondió que el problema principal del nacionalismo argentino es haber confundido “lo terreno y lo celeste”, dado que el cristiano no puede convertirse en “Señor”, hegelianamente hablando, siendo su vocación el martirio y su “prójimo”, universal. Pertenece al cielo, mientras que el nacionalismo es “totalmente de este mundo” y su “prójimo” es solo el compatriota. Y añade algo especialmente importante para los que nos dedicamos a la filosofía: “hecha la crítica de la metafísica, el nacionalismo debe encontrar la simplicidad de un principio fundante, cuyo portador será un azar histórico” (el resaltado es nuestro). A esta “crítica de la metafísica”, entendida como labor previa a la propiamente política, esperamos que este artículo sirva de aporte.
Bibliografía
Carl Schmitt, Catolicismo romano y forma política, Tecnos, Madrid, 2011.
Emilio Komar, Los problemas humanos de la sociedad opulenta, Ediciones Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2017.
Emilio Komar, El nazismo, una perspectiva transpolítica, Ediciones Sabiduría Cristiana, Buenos Aires, 2005.
Fermín Chávez, Historicismo e Iluminismo en la cultura argentina, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982.
Fermín Chávez, Herder, el alemán matrero, Nueva Generación, Buenos Aires, 2004.
Nimio de Anquín, “Adónde va el nacionalismo”, en Panorama, Año VII, nro. 148, pág. 9, febrero-marzo de 1970, Buenos Aires.
Más información sobre la vida y obra de Emilio Komar: https://www.fundacionemiliokomar.com