Contra la fe en la derrota
Es estúpido creer que solo lo dañino enferma. Las enfermedades del “bien” son las peores y los “buenos” son el peor virus que jamás haya enfrentado la humanidad
De parte de los que no comprenden el realismo político aquí ensayado, nos llegan con frecuencia reclamos propios de lo que aquí llamaremos “mentalidad antisistema”. Algo que resultará harto conocido a cualquiera que haya militado políticamente en círculos minoritarios y sobre-ideologizados. Pese a lo que siempre puede rescatarse de ellos, lo cierto es que suelen verse atrapados en la fascinación ejercida por sus propios constructos simbólicos y que rehuyen confrontar la realidad en sus propios términos, viéndola irremediablemente “caída”, mancillada y abyecta. Para este esquema psicopolítico dicha situación de “caída” tiene un responsable que viene a ocupar, por supuesto, el lugar del Mal (con mayúscula) al que se le atribuyen poderes que rayan la omnipotencia, la capacidad de tentar y engañar a los hombres, entre otras maravillas.
Por lo cual, antes que nada, este dispositivo pone primero la pureza del alma de cada uno respecto del efecto “contaminante” que mana del poder. Como este se encuentra tan sobreextendido, resulta casi imposible hacer algo sin “mancharse” y, por lo tanto, según esta lógica sería mejor abstenerse de participar políticamente o en todo caso hacerlo forjándose un mundo aparte.
Aunque el “villano” en cada “película” antisistema es distinto, dependiendo de su orientación ideológica, la estructura narrativa en todas ellas es significativamente similar. En todas ellas la autonomía de lo político queda irremediablemente borrada a causa del determinismo que, nacido de una simplificación brutal, considera que todo cuanto ocurre fuera del limitadísimo campo de acción moralmente intachable está completamente “corrompido”. Esto es así para el imaginario antisistema porque el campo de lo político es para ellos el terreno de la necesidad, donde todo está determinado por el enemigo en forma unidireccional.
Por ello, si alguien se compromete políticamente con un partido o un gobierno para construir poder y/o intentar llevar a cabo algún objetivo loable desde ese lugar, inmediatamente lo consideran un oportunista o un traidor, sin que desde su “pureza” puedan ofrecerle nada equivalente o mejor por quedarse al margen de la historia. En otras palabras, si ser “coherente” me impide tener o construir poder, ¿de qué me sirve serlo políticamente hablando? ¿No puede resultar, al contrario de esta lógica, deseable que sean “los propios” antisistema los que ocupen los espacios de poder disponible en lugar de que los ocupen siempre nuestros enemigos? Si preocupan tanto “el pueblo”, “la nación”, “los trabajadores”, etc., pero a los realmente existentes se los encuentra siempre formando filas en otro lugar distinto del propio, ¿no debería moverse primero el interesado en dirección al sujeto de sus preocupaciones, en lugar de esperar que ocurra al revés? Por el contrario, junto al voto de pobreza y la pureza intachable del comportamiento, el “creyente antisistema” debe “evangelizar”: contarle a quienes aún no padecen la vida que llevan que son instrumento de un terrible mal que los usa y explota en beneficio propio y que existe un mundo mejor abandonando todo lo que conocemos. Uno puede verlo en cualquier manifestación: los progresistas intentan convencer al policía, por lo general una persona más humilde que ellos, de que deponga las armas (o sea, que deje su trabajo) para volverse “bueno”. Más aún, el sentido común orientado por la búsqueda de recursos y de supervivencia y, en consecuencia, los hombres exitosos económica o políticamente en dicho plano son vistos desde tal perspectiva, como mínimo, como seres sospechosos o como auténticos enajenados que, sabiéndolo o no, se prestan para colaborar con el Mal. Puede comprenderse fácilmente cómo esta mentalidad hace imposible, en lugar de promover, una revolución política y social.
La intransigencia en el discurso de “mentalidad antisistema” se aferra tenazmente a su posición de enunciación “desesperada” posiblemente porque los pone en un lugar de superioridad moral, sin necesidad de haber logrado y, en muchos casos, ni siquiera sacrificado nada. Resulta, de tal modo, un blindaje efectivo frente a cualquier fracaso: “el que fracasa no soy yo, es el mundo”. Las ideas, de tal modo, dejan de estar al servicio de metas vitales propiamente políticas, pasando los hombres a estar al servicio de unas ideas que confirman y aseguran una “zona de confort” paralizante y depresiva.
Una vez que se vive dentro de dicho marco deja de haber margen para comprender los desplazamientos de sentido, los cambios de paradigma cultural e ideológico y para percibir las sutilezas maquiavélicas del “arte de lo posible” como tal. ¿Cómo podría comprenderse algo que se elige rechazar de antemano? La radicalización moral e ideológica inhabilita pues para cumplir con metas políticas pues confunde la sana búsqueda de un orden posible con una cruzada cuasi religiosa para “salvar” o “redimir” víctimas del sistema.
Esto va de la mano con la confusión entre adversario y enemigo. Achatamiento de un claro efecto disociador de la unidad política que suele propiciar golpes blandos, revoluciones de color y/o hechos de violencia irracionales. Sobre ello en este sitio se ha dicho algo hace algún tiempo. Lo que se pierde con dicho “aplanamiento” violentamente binario son los matices, el dinamismo y el carácter dialéctico de la conflictividad política y sus desafíos. Es decir, el hecho de que el conflicto por el poder y su reconocimiento se articulan relacionalmente hacia adentro y hacia afuera de la unidad política, y siempre en movimiento. Lejos de cualquier determinación rígida, la historia política ocurre en un campo de indeterminación en el que no hay necesidad sino contingencias tan mudables como los contextos culturales que le otorgan significación y en donde la única ley que rige la lucha, siempre sujeta a revisión, es la distinción amigo-enemigo y la ley del más fuerte. Los condicionamientos existen precisamente por ello, sobre la base de hábitos e inercias que ocasionalmente se naturalizan, pero que solo la fuerza que les damos garantiza que se reproduzcan. No hay soberano ni jerarquías sin un pueblo que las valida.
Teniendo entonces en cuenta esto, la postura típicamente antisistema que denuncia por principio que existe una “alternancia sin alternativa” en los sistemas partidocráticos (por ejemplo, este pésimo artículo de Diego Fusaro) ignora que, siendo contingente, bien podría darse el caso de que la participación electoral permita acumular poder a un partido que promueva un cambio de régimen o dé pasos importantes en dirección a ello. No sería la primera vez, porque sencillamente no hay poder ni sistema perfecto y menos en Argentina. Está claro que tampoco ningún poder se suicida, pero también que no hay formación histórica que se haya probado eterna o infalible. Dicha provisionalidad prueba que la actividad política como tal no puede ser juzgada, en abstracto, como una forma de “colaboración” con el sistema o una claudicación de un compromiso vital sincero. Puede ser el caso en algunos, o en muchos, pero no en todos.
Respecto de la caracterización del Instituto del momento político actual y de las tareas políticas que creemos necesarias en confluencia con la Nueva Derecha pueden consultarse esta primera entrada, anterior a las elecciones generales de 2023 y esta última caracterización del gobierno, mucho más reciente.
Algo a subrayar especialmente es que dicha estructura discursiva es la propia del bolchevismo de la antigüedad: el monoteísmo antiimperial de las religiones del libro. Bien sabido es que, desde que Nietzsche lo explicara magistralmente en su Genealogía de la moral, el resentimiento otorga al sujeto fisiológicamente inferior una compensación simbólica para ello, trasladando su “Reino” (del campo de acción ético-político al moral individual) más allá de la tierra, hacia el futuro, hacia el más allá, etc., y oponiendo a la vigencia natural de la ley del más fuerte (ejercida por parte de egipcios, romanos y monarcas europeos en general) una ley sobrenatural que lo pone como superior a él mismo (aunque a los ojos de sus congéneres siga siendo un miserable abandonado hasta por su Dios). “¡Pero mi Reino no es de este mundo!”, se dice patético entre lágrimas el alucinado kuka “antisistema”. Y continúa murmurando ante sí mismo, intentando convencerse, mientras los leones avanzan para devorarlo: “a los ojos de mi Dios somos todos iguales, pero aún mejores somos para él los pobres y los rechazados como yo, los que pregonamos el amor y la igualdad”.
Muchos “antisistema” se sienten así, naturalmente, angustiados frente a este bello e imponente panorama de la historia natural humana, solo porque siempre adoptan la posición del sometido y nunca la del soberano. Y porque en verdad parte de esa mentalidad implica que, para los perdedores, ganar está mal. Se sienten especialmente “saqueados” por sus enemigos y juzgan a los “colaboracionistas” como responsables, pero la verdad es que la historia misma de la humanidad, de las formas políticas y económicas en su conjunto, es la historia de la evolución del saqueo. Cuando los anoticiamos de ello, no se les ocurre que podrían saquear ellos mismos para cumplir sus propios fines (“¡es que está mal!”), solo señalan que de tener razón nosotros entonces no se puede hacer nada más que resignarse. ¿Qué le vamos a hacer, si ustedes eligen eso? Pero abrigamos aún la esperanza de avivar la llama del espíritu de nuestros lectores, asi que podemos aclarar que el hecho de que la historia humana consista en que "el más fuerte sea el que saquea más" no significa que no haya rotación de élites posible y que usted o nosotros podamos llegar a ser los más fuertes algún día. Es eso, o convertirse, e ir a llorar a la Iglesia con los progres.
“¿Cómo ser más fuerte?” debería reemplazar el “¿cómo ser más puro?”
Pero para lograrlo primero hay que cortar el nudo gordiano de la estupidez política del nacionalismo argentino (incluido el peronismo, claro). Empezando por su estructura espiritualmente perdedora y resentida, o sea, abrahámica, que considera que ser inferiores y dominados nos otorga derechos de alguna clase o cierto prestigio moral. Lo contrario es lo cierto. En un ejemplo más concreto, el hecho de que los ingleses sean “piratas” no significa que eso nos haga mejores a nosotros en algo por ser sus víctimas. Nosotros deberíamos ser peores que ellos si queremos ganar. Deberíamos ser, no más buenos, sino más piratas que ellos, siempre y en todo lugar. Pero para estar arriba hay que dejar de pensarse “desde abajo”: hay que partir de una libertad absoluta y no de una absoluta determinación pasiva por las circunstancias externas, que encima se llora. Hay que empezar por querer ganar, por efectivamente animarse a jugar y por ganar después. Eso es la libertad. La sed de gloria personal, desmedida y amoral, que le falta al monoteísmo y que encontramos en Homero, en griegos, romanos y germanos, en todos los pueblos indoeuropeos como nosotros. Eso es lo que nos permitiría tener un patriotismo auténtico y no una sucursal del internacionalismo vaticano, del hispanista o del liberal-progresista.
El mejor antídoto que tenemos contra el virus de los “buenos” es parecer siempre y en todo lugar lo más inmorales a sus ojos como sea posible
Para terminar, cabe una aclaración importante. La única intransigencia que respetamos y cultivamos en el Instituto es aquella que se quiere por ser tal, es decir la que no se padece, sino la que se elige como forma de vida, como algo positivo en sí mismo. Este artículo no critica este tipo de intransigencia, mucho menos usual que la meramente “ideológica”. Esta, que podríamos llamarla una “intransigencia ontológica”, es aquella en la cual el compromiso heroico no es un sacrificio heterónomo, concebido por y para otros, y tampoco uno que se adopta como resultado de la adecuación a mandamientos o leyes dictadas por alguien más, sino donde el heroísmo es tomado como un fin en sí mismo y como la medida del propio honor. Solo hombres así, sobrehumanos porque eligen lo mejor en libertad, pueden elegir causas que los conduzcan a la perdición, pues la mayoría de los hombres probablemente sigan siendo mediocres arrastrados por deseos y miedos animales, y las mejores formaciones sociales irán a parar al basurero de la historia. Pero lo hacen porque el sentido de su cosmovisión no es maximizar poder, dinero o bienestar, ni para ellos mismos ni “para todos”, sino forjar el testimonio de una vida entregada libremente a la verdad propia como fin supremo en sí mismo, aunque toque el desprecio del “mundo” y un sinfín de complicaciones, mala prensa e incluso hasta la persecución y la cárcel.
En el Instituto Trasímaco apuntamos a propiciar la síntesis entre esta libertad e intransigencia absolutas de tipo interior, ontológicas, a pesar de lo demasiado humano en nosotros, y el pragmatismo relativista y maquiavélico, que persigue el poder máximo por los medios adecuados a la época. No otro fue el proyecto filosófico-político de la antigüedad clásica representado dramáticamente en el libro I de la República de Platón, y luego recuperado y elevado a concepto por Maquiavelo y Nietzsche.
Después de todo, solo hombres realmente íntegros e interiormente inamovibles pueden sobrellevar las mudanzas del tiempo con espíritu altivo y despreocupado.